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Filosofía del trasteo

Busqué en los Diálogos, de Platón; escarbé textos de Schopenhauer y ya más actualizado y presente, consulté reflexiones de Fernando Savater, Ciorán y Humberto Maturana; de los colombianos Fernando González y Estanislao Zuleta, y del chino Lin Yutang: ninguno ha indagado en el valor filosófico de un trasteo.

Por eso aquí, frente a las cajas en las que están empacados los elementos
supérstites de la morada entrañable que abandono con nostalgia, pienso que
la vida nos enseña lo que queramos aprender. De este acto molesto, incómodo,
desgarrador y cansón que consiste en mudarnos de un sitio a otro, he
terminado sacando más enseñanzas que de algunas teorías enrevesadas y muchos
cuentos de management.
Vienen bien en este momento de mi vida. Aprendí la lección que no soy por lo
que tengo y que entre más posea podré aumentar mi precio y encarecer el
falso aprecio, sin que medre ni disminuya mi verdadero valor. Por eso quiero
compartir esta esencia personal con aquel lector, aquella lectora, que este
fin de semana o algún día, meterá sus cosas en un vehículo extraño y dejará
atrás, desprendida en un espacio que fue suyo, una parte de su historia
terrena.
Primera conclusión: tenemos más de lo que podemos disfrutar, de lo que
realmente nos sirve, de lo que necesitamos para vivir. Más libros, más ropa,
más chécheres y perendengues, más cachivaches, aparaticos, papeles y pedazos
de algo, que arrumamos confiados en que algún día los vamos a necesitar.
Para donar los libros, mi patrimonio más querido y mi inversión más
constante, me apliqué un principio de realidad y de límite: lo que ya leí,
consulté u ojeé, cumplió su ciclo conmigo. Tal vez sea hora de desaprender,
de escuchar mi propia voz y de que aquellos magníficos textos que llenaron
mis horas y mi alma nutran con sus inquietudes a otros espíritus, ojalá
jóvenes, mejor infantiles, como cuando yo comencé la aventura de la palabra.
La mudanza enseña que el riesgo más grande de las posesiones está cifrado en
el apego. Personas y objetos nos hacen sus esclavos, muchas veces con
nuestro consentimiento entusiasta o nuestra vergonzosa inconsciencia. La
cultura consumista nos ha retornado a adorar Becerros de Oro, como los
automóviles, para no hablar del extenso prontuario de las cosas inútiles.
Haga el ejercicio de examinar hace cuánto ni siquiera toca y mucho menos
sabe lo que tiene arrumado, empacado, encaletado. O lo que tiene ante sus
ojos. Desprenderse es una forma de colmarnos.
La vida pasada se aparece como un duende, en la obligada revisión de los
trasteos. Volvemos a encontrarnos con otro ser que fuimos nosotros mismos,
una persona muchas veces tan distinta y que tomó caminos tan insólitos, que
ha terminado siendo un forastero en nuestros sueños.
Las personas deberíamos mudarnos con más frecuencia, refractarios al
espejismo de la estabilidad que muchas veces está en el camino de la misma
muerte. El trasteo es una lección para la mente, que también debe dejar
atrás ideas anquilosadas, fijadas en el estante de nuestros prejuicios,
talanqueras que todos los días contemplamos y obedecemos, incapaces de
lanzarlas al sano abismo de la incertidumbre. También, como en la mudanza,
debemos empacar de vez en cuando en una caja salvadora sentimientos que son
más bien escollos, y mandarlos a algún lugar que no sea nuestra vida futura,
nuestro recodo en el porvenir.
Ya recogido en el montoncito de aperos que hombres rudos van tirando en un
camión tapizado de cobijas viejas, mi trasteo es simplemente la vida que he
decidido continuar: sencilla y ligera como la del viajero que soy. Ha
llegado la hora de transitarla solo con lo necesario. Hago el curso para una
mudanza más difícil: trastearme del pomposo edificio de la arrogancia al
domicilio franco de la humildad.
Periodista
"Tenemos más de lo que podemos disfrutar, de lo que realmente nos sirve, de
lo que necesitamos para vivir”.
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