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El populismo y sus enemigos

En días pasados Eduardo Posada Carbó se vino lanza en ristre en estas páginas contra “algunos sectores intelectuales” que considera amigos del terrible vicio del populismo.

Como el blanco de su crítica es una columna mía (Semana.com, 15/12/06) y
como para Posada Carbó ser populista es lo mismo que ser antidemócrata al
estilo chavista, hay que aceptar el interesante duelo que plantea el
conocido columnista.
El asunto no es de poca monta. Porque la juiciosa crítica de Posada Carbó es
la versión intelectual de la alergia que le tiene la élite política y
económica al “fantasma populista” que ve en el resurgimiento de la izquierda
en América Latina.
Alergia que lleva a los críticos a una visión maniquea del populismo que se
viene abajo apenas se escudriñan sus bases históricas y conceptuales.
Comencemos por las históricas. Posada Carbó critica mi tesis de que en otros
países, como en Estados Unidos, llamarse populista no es pecado mortal, y
que el mal olor del concepto del populismo en nuestras tierras es un
tropicalismo latinoamericano que economistas ortodoxos se inventaron en los
90 para desacreditar las políticas redistributivas. Contra ello sostiene que
el populismo ha sido siempre y en todo lugar “una desviación de la
democracia que desprecia el argumento razonado con el fin de agitar las
pasiones de la masa informe”.
Pero la crítica no resiste el escrutinio histórico. Porque el origen del
populismo en Estados Unidos es justamente el contrario: un amplio movimiento
de expansión de la democracia a finales del siglo XIX. Impulsado por los
pequeños agricultores arruinados por la depresión y liderado por un nuevo
partido –que, por si quedaran dudas, se llamaba Partido Populista–, el
movimiento encarnó desde entonces la rebelión de los de abajo contra la
élite, en este caso la del Este estadounidense.
Rebelión que en 1900 fue inmortalizada en el libro que se convirtió en El
mago de Oz, la película que todos hemos visto y que hoy es ampliamente
reconocida como una alegoría populista.
Y la plataforma populista era lo opuesto a la antidemocracia que asusta a
Posada Carbó: elección directa de senadores, democracia participativa,
flexibilización del crédito y reducción de la jornada laboral a ocho horas
diarias. Mejor dicho: la profundización de la democracia y la inclusión
social que hoy los críticos antipopulistas dan por descontadas y que, tras
la desaparición del Partido Populista, fue apropiada por el Partido
Demócrata.
Como serio historiador que es, Posada Carbó conoce bien todo esto. De ahí
que sorprenda aún más el malabar intelectual por el que –como si fuera un
antimago de Oz– saca del sombrero un concepto de populismo vaciado de todo
contenido y reducido al autoritarismo y caudillismo flagrante e inaceptable
de un Chávez, o de un Perón o un Getulio Vargas en décadas pasadas.
Si dejamos la magia a un lado, la realidad es otra. Como lo dije en mi
columna, una política es populista si tiene el apoyo de la opinión
mayoritaria y favorece la inclusión política y los intereses de “las masas”
marginadas.
Lo cual no es tan mala idea en una democracia. De ahí que autores tan
diversos como Joseph Stiglitz y Ernesto Laclau hayan salido recientemente en
defensa del populismo y de medidas populistas como evitar el IVA sobre la
canasta familiar.
En últimas, lo contrario al populismo no es la democracia, sino la
tecnocracia. Porque aquel pone a tambalear la premisa de la que viven los
tecnócratas: que las decisiones políticas fundamentales deben ser dejadas a
la élite técnica e intelectual, antes que a “la masa informe” a la que tanto
temen los críticos como Posada Carbó.
* Director del Centro de Estudios Sociojurídicos, Universidad de los Andes
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