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ESCÁNDALO DE LA CORRUPCIÓN

Al comienzo de una nueva legislatura ha correspondido al Congreso de la República la triste suerte de ser escenario de dos episodios vergonzosos. El uno, la elección de un personaje de turbia trayectoria para presidir la comisión senatorial de presupuesto. El otro, el intento finalmente fallido de un arbitrario miembro de la Comisión de Acusaciones de la Cámara de Representantes de enjuiciar e indagatoriar a los magistrados del Consejo de Estado, por haberse atrevido, conforme a la ley de leyes, a quitar su investidura a un senador, acaso pensando aquel en el riesgo de que le aplicaran la misma jurisprudencia al fallar sobre su propio caso. Al país entero, incluidos los congresistas de todos los partidos y tendencias, escandalizó e indignó el espectáculo de unos magistrados llevados al banquillo por la vehemente sospecha de que perseveraran en el cumplimiento de sus deberes, cuandoquiera se dieran circunstancias semejantes. Un solo parlamentario se sentía en capacidad de hacerlos co

Todavía hay quienes se resisten a aceptar que el desconocimiento de las inhabilidades e incompatibilidades, el tráfico de influencias y la destinación indebida de dineros públicos exponen al infractor a que el Consejo de Estado decrete la pérdida de la investidura. No es una facultad, sino una obligación en cuanto los hechos sean fehacientemente probados. Por fortuna, así lo entendió la mayoría de los parlamentarios, quienes procedieron, en consecuencia, a quitar al usurpador el conocimiento del siniestro negocio y a desagraviar a los magistrados injustamente ultrajados.
El Senado, por su parte, ha remitido al Consejo de Estado, con la solicitud de que lo tramite conforme a la ley, el dictamen condenatorio de la Comisión de Etica sobre la conducta del senador al que la Comisión IV de esa corporación incurriera en el grave error de elegir su presidente, vale decir su coordinador, símbolo y vocero. Se enalteció el Senado en pleno al acoger su veredicto; demostró su voluntad de luchar contra la corrupción, empezando por los descarríos de sus miembros, pero la zona neurálgica de los senadores de la Comisión de Presupuesto se halla en mora de removerlo.
Cierto es que la reunión conjunta de las comisiones será presidida por el intachable presidente de la Cámara, el idóneo representante Carlos Ardila Ballesteros. Pero nada justifica que la del Senado esté presidida por quien ha sufrido no solo la reprimenda de la Comisión de Etica sino la solicitud de retiro de su investidura. Aun en la absurda hipótesis de que el fallo del Consejo de Estado le fuera favorable, está, de hecho, moralmente inhabilitado para ocupar esa dignidad. No retarden los miembros de la comisión senatorial la enmienda del tremendo yerro, después del pronunciamiento de la plenaria.
La corrupción de los cuerpos legislativos suele abrirse tortuoso paso cuando ante nadie deben responder. Porque ello sucedía en la Gran Bretaña, madre ilustre de los regímenes parlamentarios, durante los reinados de Jorge I y Jorge II en el siglo XVIII, se llegó al extremo de estar al arbitrio del mejor postor. Según Macaulay, los diputados de la Cámara de los Comunes llegaron a exigir que se les pagara por sus votos y los ministros se vieron obligados a hacer de la corrupción un sistema y a practicarla en escala gigantesca. Trabajo asqueroso al cual se le puso término, responsabilizando al Parlamento ante la opinión, mediante la publicación escrupulosa de sus actos y el establecimiento de determinados requisitos para ser elegidos sus miembros. Por sobre todo, merced al empeño de purificar las fuentes y el funcionamiento del régimen democrático.
En nuestro tiempo, estamos asistiendo, ahora mismo, a la tarea de depuración adelantada en Italia. No hay que recurrir, sin embargo, a ejemplos extraños para velar por la autenticidad y la limpieza de los cuerpos representativos colombianos y de todos los demás. Quizá el procedimiento más expedito y eficaz sería el de realizar esta labor en su mismo seno, sin esperar a más leyes y reglamentos. La destitución del usurpador de las funciones de la Comisión de Acusaciones de la Cámara de Representantes, Jairo Ruiz, es un buen precedente. Dentro de la misma línea, estaría la del presidente de la comisión senatorial de presupuesto, José Ramón Mojica. Sería la notificación categórica de que la inmoralidad no se premia, ni cohonesta, ni tolera.
El viaje a Londres
Sobre la visita oficial y no propiamente de Estado del Presidente de la República y de una distinguida comitiva a Londres se crearon exageradas expectativas. Lo peor de todo, se indujo a pensar que el acto principal sería la firma de un convenio sobre la protección a las inversiones británicas, principalmente las relacionadas con el petróleo. Así se deducía de las declaraciones del Embajador de Colombia ante la Corte de San Jaime.
Pero resulta que no había acuerdo sobre el texto de dicho convenio, por su naturaleza sujeto al concepto de la Corte Constitucional y a la aprobación del Congreso de Colombia. Si este era el objetivo central del viaje, habría sido mejor dejarlo para ocasión más propicia. En general, los encuentros de los jefes de gobierno están cuidadosamente preparados. No se entrevistan para improvisar al calor del diálogo sino para cambiar ideas en torno de temas sobre los cuales existen previos acercamientos. A veces es preferible dilatar las conversaciones de los técnicos que protocolizar el desacuerdo al más alto nivel.
Pero este percance inesperado no hace inútil el viaje. Como el mismo Presidente lo ha observado, no podía él presentarse con escudilla, en actitud impropia de su rango y de la dignidad del país. Ni dejando creer que los yacimientos petrolíferos de Cusiana y Cupiagua no son de Colombia sino de Gran Bretaña. La asociación para explotarlos está lejos de implicar la dependencia de su dueño natural, aunque ambas partes deban realizar esfuerzos mancomunados para ponerlos en producción.
Recuérdese lo que fueron las entrevistas de alto vuelo de López y Santos con Roosevelt. De los Lleras con Eisenhower y Nixon. Trascendentales para Colombia, sin que se hubieran podido medir, mezquinamente, en términos de dádivas graciosas. Desde luego, hay que bregar por los intereses patrios, como lo hacen los mandatarios norteamericanos en sus viajes por el mundo, y los ingleses también, pero no suponer que cada desplazamiento ha de ser para traer llenas las alforjas.
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