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ETICA DEL PRESUPUESTO

Condenado por la Comisión de Etica del Senado. Hallado culpable por la Procuraduría General de la Nación de violar el régimen de incompatibilidades y acusado ante el Consejo de Estado. Investigado por la Corte Suprema de Justicia a propósito de presuntas irregularidades como rector de la Universidad Libre, el senador José Ramón Navarro Mojica es elegido presidente de la poderosa Comisión de Presupuesto de la Cámara Alta. Si algo se concluye de su largo y conflictivo historial es su absoluta inhabilidad para el elevado cargo. En su ejercicio le corresponderá presidir y coordinar el estudio del plan financiero del Estado, para 1994, por el astronómico valor de 14 billones de pesos. Examinar lupa en mano sus apropiaciones. Discutirlas con el Gobierno, y, lo es más preocupante, negociarlas de pronto, haciendo valer los criterios de origen parlamentario, en los cuales pueden envolverse los propios suyos.

Siempre ha sido laboriosa, compleja y ardua la tarea de tramitar la expedición del presupuesto. Con razón se le considera en países como la Gran Bretaña el acto fundamental de la legislatura, que a la economía da el tono y a la hacienda pública garantiza su funcionamiento. Entre nosotros, por encima de sus aspectos globales, la discusión ha acabado por girar alrededor de las partidas regionales, más cerca del corazón de los legisladores. Prohibidos los auxilios parlamentarios, en otra época motivo de intenso forcejeo, y transferidas cuantiosas rentas a las entidades territoriales, no desaparecerán, sin embargo, las apropiaciones susceptibles de halagar la sensibilidad del respectivo electorado o de despertar peligrosas codicias.
En el centro del tejemaneje, con autoridad e influencia, estaría el celebérrimo ex rector de la Universidad Libre, si la Corporación en pleno no promueve la rectificación del desaguisado. Hay veces en que dan ganas de llorar. Esta es una de ellas. Por qué se escogió para semejante dignidad a una personalidad en entredicho? Si se había valido de su credencial parlamentaria para gestionar ante el Gobierno; si había contratado con él según lo comprobó la Comisión de Etica; si no se había creído inhabilitado para el manejo de recursos públicos, cómo se pasaron por alto estas circunstancias a la hora de depositarle la confianza y de exaltar su nombre?
Se aducirá que la Comisión IV perdió autonomía de vuelo al exigirse la intervención de la III en el trámite de la ley de presupuesto. Pero no perdió jerarquía ni dejó de ser la receptora del proyecto y la que en estas materias lleva la voz cantante. El presidente de esa Comisión es interlocutor necesario del ministro del ramo y por su conducto se efectúan las citaciones a los diversos funcionarios. Por su preeminencia y rango, ha solido erigirse en vocero de fuertes presiones.
Para el buen desempeño de las finanzas públicas, era aconsejable poner ahí a una figura insospechable, escrupulosa, experta y de bien ganada reputación. Se hizo lo contrario, a pesar de haber pronunciamientos inequívocos. Se desconoció el tajante dictamen de la Comisión de Etica, al que no le resta fuerza moral un solitario salvamento de voto.
Los miembros conservadores de la Comisión IV se lavan las manos alegando que la iniciativa correspondía a los liberales y a ellos respetarla. No obstante, si fallaban los unos por mal entendida solidaridad política, han debido los otros sentar enérgica protesta. Nada autoriza, ni el espíritu de cuerpo, a rebajar la significación de las posiciones públicas. Menos a acarrearles desconfianza y descrédito. Como en todo, debe haber una ética del presupuesto, un diáfano concepto moral en las cabeceras del gasto de 14 billones. Y es de temer que no lo haya, por cuanto en contravía de sus orientaciones se ha actuado.
Habría una solución. O varias. La más fácil, acogiendo el Senado el veredicto de su Comisión de Etica. La más expedita, revocando el nombramiento o renunciándolo el beneficiario. Serían las que menor desgaste político acarrearían al Congreso de la República. La de esperar al fallo de la Corte Suprema o del Consejo del Estado implicaría el mantenimiento de una situación a todas luces irritante y anómala. No se espere al posible retiro de la credencial para repararla y restituirle cuanto antes su credibilidad y respetabilidad al estudio, discusión y expedición del presupuesto.
Nuevo régimen de Bogotá
Después de erigida la capital de la República en Distrito Capital, era llegada la hora de darle un Estatuto a la altura de su jerarquía y de sus comprobadas necesidades, en reemplazo del que rigiera por veinticinco años. La estructura anterior, con perturbadora y múltiple injerencia del Concejo, había hecho crisis. No era sino ver la corrupción serpeante, los síntomas de asfixia fiscal y los generalizados brotes de parálisis. La ciudad se nos estaba muriendo a pedazos, entre un mar de huecos y desidias.
Usualmente en un régimen se incuban, por reacción contra sus yerros y desvíos, los gérmenes del que habrá de sustituirlo. En esta ocasión, los desbordamientos del Cabildo y las extralimitaciones de sus miembros han llevado a concentrar los poderes en el Alcalde, a expensas de los muchos de aquel. Finalmente, no funcionó en el sentido esperado la figura de la co-administración, pervertida por el afán de lucro personal o político. Y, en plena democracia participativa, debieron ampliarse y fortalecerse las facultades del burgomaestre, a quien frecuentemente el Concejo entrabó y sitió. En lo futuro, habrá al menos una cabeza responsable de acciones u omisiones: la del Alcalde elegido por el pueblo.
El veloz y dramático deterioro de la ciudad se atribuyó en buena parte a inanición fiscal. Las rentas le quedaron cortas por inelasticidad estructural o por mala administración. El nuevo Estatuto amplía la gama de su abanico y capacita al Distrito para robustecerlas, agregando a las tradicionales la muy discutida de valorización por beneficio general. Lo importante será acertar en su combinación y graduación, a la luz del interés público y la equidad de los respectivos gravámenes.
Por lo demás, corresponderá tramitar ante el Congreso la conversión de la capital de la República en área metropolitana, a semejanza de las que ya operan con buen éxito en otras regiones, incorporando los municipios de su zona de influencia. No se justifica administrarlos en forma inconexa, cuando sus problemass y soluciones son interdependientes. Las experiencias ya acumuladas por el país permiten diseñar, para el caso de Bogotá y sus estrechas vecindades, una estructura acorde con sus apremiantes realidades.
La institución de la Veeduría, encargada de velar por la probidad de la administración y no tan solo para evitar la distracción de recursos públicos en campañas electorales, parece llamada a sanear sus prácticas y a acompañar al Alcalde en la empresa de erradicar la inmoralidad purulenta.
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