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VISITA AL SAN JUAN DE DIOS

Señor Presidente: Ayer, los médicos egresados de la Universidad Nacional en 1954 -es decir, hace medio siglo- fuimos en peregrinación hasta los terrenos de La Hortúa, donde en 1919 comenzó a construirse el moderno Hospital San Juan de Dios, generosa casa de salud y emporio de acertados clínicos y de hábiles cirujanos, que en su momento le dieron gloria a la medicina colombiana.

Señor Presidente:
Ayer, los médicos egresados de la Universidad Nacional en 1954 -es decir, hace medio siglo- fuimos en peregrinación hasta los terrenos de La Hortúa, donde en 1919 comenzó a construirse el moderno Hospital San Juan de Dios, generosa casa de salud y emporio de acertados clínicos y de hábiles cirujanos, que en su momento le dieron gloria a la medicina colombiana.
Nuestra visita tuvo por objeto rendirle un homenaje de gratitud, de reconocimiento, por habernos dado la oportunidad de formarnos profesionalmente en sus pabellones, en sus quirófanos y en sus laboratorios, bajo la tutela de admirables maestros. En aquella época -como lo fuera antes y después-, el legendario hospital daba cabida preferencial a enfermos de los estratos populares, no solo de Bogotá, sino también de todo el país. La atención que recibían era del más alto nivel científico y humanitario, habida cuenta de los profesionales que allí laboraban y de la disponibilidad de un equipamiento adecuado. Constituía, por eso, un orgullo y un privilegio ser estudiante de medicina de la Universidad Nacional.
Lo que encontramos, señor Presidente, es algo que causa pasmo y desazón: el otrora venerable centro asistencial es hoy compartido por ratas, por antiguos trabajadores del hospital y por parias que, por extrema penuria económica, han sentado allí sus reales. Los costosos equipos se hallan arrumados, presa del orín. De las camas vacías se escuchan los ayes lastimeros de los enfermos ausentes y de los pabellones silenciosos los pasos de los prohombres de nuestra medicina, como Alfonso Uribe Uribe, José del Carmen Acosta, Edmundo Rico, Alfonso Bonilla Naar, Pablo Elías Gutiérrez, Pedro Eliseo Cruz, Eduardo Cortés Mendoza y tantos otros, quienes, de seguro, desde sus tumbas, claman justicia por semejante desafuero.
Frente a ese lamentable espectáculo, sentimos pesadumbre y rabia, acrecentadas al percatarnos de que no estaban en las manos de uno de nosotros, ni en las de todos juntos, poder rescatar a nuestro querido hospital. Entonces pensamos en usted, señor Presidente.
Sabemos que el Congreso de la República (Ley 735 de 2002) declaró el edificio del hospital Monumento Nacional, lo cual, sin duda, fue un reconocimiento, pero un reconocimiento anodino, sin mayor alcance práctico. Creemos que el significado de monumento hace relación más bien a la desidia de quienes pudieron haber evitado el desastre.
Entendemos que las circunstancias que condujeron al cierre total de San Juan de Dios -de ello hace tres años- eran, de suyo, muy complejas y onerosas. Muchas han sido las personas y entidades de buena voluntad que han abordado el problema, sin que hasta el presente se haya encontrado una solución válida. Da la impresión de que se hubieran agotado las ideas. Sin embargo, creemos que no se ha llegado a un imposible absoluto y que, una vez el Consejo de Estado defina la condición jurídica de la Fundación San Juan de Dios, bien vale la pena explorar nuevas posibilidades, con la esperanza de que una de ellas sea la acertada.
Por lo anterior, señor Presidente, lo invitamos a que reafirme usted su sensibilidad social y sus cualidades de ejecutivo pragmático y visionario, designando una Comisión Presidencial, encargada de hallar la anhelada fórmula, la que, con su firma, se convierta en la receta que reviva al maltrecho San Juan de Dios. Su nombre, entonces, será honrado por miles de enfermos y por las futuras promociones médicas que, como la nuestra, vuelvan sus ojos y su corazón agradecido al santuario que les brindó salud a unos y conocimientos a otros.
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