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El traje del emperador

El poder suele consistir en un juego perverso de adulación y ceguera, una isla y un exilio.

En 'Fahrenheit 451', la maravillosa y aterradora novela de Ray Bradbury sobre un futuro sin libros –un futuro que pareció por un momento ser nuestro presente, ojalá que no–, hay un diálogo en el que el profesor Faber le dice a Montag, el protagonista: “Los libros nos recuerdan lo estúpidos, lo tontos que somos. Ellos son la Guardia Pretoriana de César, susurrándole al oído: recuerda que eres mortal...”.
Hay quienes dicen que esa frase la sacó Bradbury, cambiándola, de una escena del 'Julio César' de William Shakespeare; tal vez sí, como todas las frases. Pero es también una clara alusión al ritual del ‘triunfo’ en la Roma antigua: el paseo que se le daba por la ciudad a un general victorioso, como si fuera un dios. Y al lado suyo iba un esclavo (cuenta Tertuliano) diciéndole todo el tiempo: “Mira hacia atrás, recuerda que eres humano”.
Que era la forma de decirle también: no seas imbécil, no creas solo en los aplausos y en la gloria; no caigas en la trampa de la vanidad y del poder, ser dios a veces es peor y más costoso y más ingrato, para qué. Por eso no es gratuito que el vocero de esa advertencia fuera un esclavo: la negación de todo aquello que se glorificaba en el héroe triunfante, su negación y su conciencia y su espejo más crudo y más fiel, más cruel.
Alguna vez, ya en Santa Helena, hundido en su pasado, le dijo Napoleón a su médico irlandés, el doctor O’Meara: “Mi desgracia fue no haber hablado más con el jardinero”. Se refería a la conversación que una vez tuvo con un viejo al que le decían el ‘padre Olivier’ y que era jardinero, en efecto, y quien le hablaba con total sinceridad, casi con insolencia y desprecio. Como necesitan los poderosos que les hablen para no fracasar.
Por desgracia el poder suele consistir en lo contrario –eso es el poder–, un juego perverso de adulación y ceguera, una isla y un exilio en los que va dándose un paulatino y cada vez peor alejamiento de la realidad, hasta que el poderoso acaba como viviendo en un mundo paralelo en el que todo es perfecto, todo es como sus áulicos y sus eunucos le dicen y le prometen que es. 'La La Land'.
Pero resulta que nada hay más peligroso que esos eunucos y esos áulicos del poder: esos medradores, esos aduladores, esos mediocres que van tejiendo con intrigas y aplausos y sonrisas su tela de araña, lucrándose siempre de una visión de la realidad que poco o nada tiene que ver con la realidad. Y todos allí necesitan de esa farsa: un círculo vicioso en el que se presume que decir las cosas como son es deslealtad, no al revés.
Por eso también es por lo que se enloquecen y se enferman y se acaban y se afean –bueno, muchos tenían méritos ya– tantos poderosos: porque se les va nublando el juicio y quedan en manos de gente que los engaña para sobrevivir, para seguir beneficiándose de ellos; o porque se engañan a sí mismos, que es mucho peor, y no aceptan o niegan la crítica, cuando es lo único que deberían acep-tar para salvarse y hacer algo bien.
No estoy pensando en nadie en particular sino en muchos en general; es una historia muy vieja. Tanto que Jean Gerson le decía al rey Carlos VI de Francia que contratara a un tipo que le dijere a todo que no, por contrato, todos los días. Y Foción, el político griego, ‘Focioncito’, siempre preguntaba cuando estaba en medio de un discurso y la multitud lo aplaudía: “Qué: ¿es que dije alguna idiotez?”.
Es el cuento del traje del emperador: nadie le dice que va desnudo; todos celebran las telas que no existen, todos elogian sus brocados invisibles. Hasta que un niño, o un borracho, o un niño borracho se para entre la turba y grita que el rey va viringo.
Ese es el único asesor que sirve, el que susurra: “Recuerda que eres mortal”.
JUAN ESTEBAN CONSTAÍN
catuloelperro@hotmail.com
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