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El derecho a la locura

En nuestro mundo de cordura, vivimos 53 semanas disfrazados de ciudadanos comunes y corrientes.

En tiempos de carnaval, la sociedad que lo cultiva concede licencia a sus miembros para poder salirse de casillas y entregarse a los excesos.
Este último miércoles fue de Ceniza, y la mayoría de ciudadanos que asumieron el carnaval se hicieron poner del cura esa mañana una cruz tradicional sobre la frente, volviendo a sus rutinas, a la casi siempre aburrida normalidad, lo que explica la tristeza de sus rostros marcados por el símbolo de la cristiandad y, en cuanto a colores, el retorno de los grises. Atrás quedaron cuatro breves días en que la vigilante y fastidiosa cordura del año entero nos estimuló y garantizó el derecho a voltear la realidad, a volvernos locos.
Esto de volvernos locos lo señaló Gabriel García Márquez, quizás en su único texto directo sobre el carnaval, que no en su único escrito carnestoléndico porque algunos relatos de ficción suyos, como ‘Los funerales de la Mama Grande’ o ‘El ahogado más hermoso del mundo’, por ejemplo, están emparentados –en su variedad ilimitada de personajes y en su tamaño monumental– con la muerte de Joselito Carnaval.
Lo único que falta en los cuentos de Gabito son disfraces, pero, en su escrito directo sobre el carnaval, en una columna publicada en ‘El Heraldo’ bajo el título de ‘El derecho a volverse loco’, Gabito dice que el carnaval no tendría gracia alguna “si no fuera porque cada uno de nosotros, en su fondo, siente el diario aletazo de la locura, sin poder darle curso a su secreto golpear, a su recóndito llamado”.
La locura, voltear la realidad, volverse otro, dejarlo salir, disfrazarse... No estaba Gabo muy lejos de criticar a la boba e insuficiente “pinta carnavalera”, que parece imponerse por falta de imaginación, cuando definió la cordura como “un estado adocenado, completamente vulgar, bajo cuyo imperio lo único extravagante que podemos permitirnos, de vez en cuando, es la muy normal e inofensiva opción de vestir colores más o menos encendidos que los del vecino de asiento”.
Sobre la realidad que precede y sucede al carnaval, el nobel señaló que durante cincuenta y tres semanas “debemos limitarnos a vivir disfrazados de ciudadanos comunes y corrientes, pobres transeúntes que van a su oficina, a la universidad, al café, simplemente con el propósito de hacer algo completamente ridículo, eso que la comunidad cristiana se ha encargado de clasificar como honesto y edificante”.
Ridículo y, sobre todo, aburrido, agregaría yo, porque es esa la misma cordura que garantiza uniformidades más propias de Cartagena en festivales que de Barranquilla en carnavales: el derecho a ser burgués, a vestir de punta en blanco y a transitar o desfilar con elegancia por las calles.
Todos esos derechos, fíjense, han sido consagrados por el orden normal occidental, por la cordura internacional, menos el derecho a volverse loco. “Hay que reconocer la falta de originalidad de quienes organizaron nuestros sistemas de vida”, comenta el escritor, y evoca el episodio en que su colega español Ramón Gómez de la Serna caminó los Campos Elíseos de París comiendo huevos de tortuga sobre un elefante, sin que hubiera sucedido nada en particular.
Pero Barranquilla no es París, y “nosotros tenemos felizmente el carnaval, apunta García Márquez, “ese instante de cuatro días en que se nos permite –impunemente– dar rienda suelta a nuestra locura”.
El carnaval nos deja vestirnos, disfrazarnos, construirnos, en la forma en que secretamente lo hemos deseado durante los días ordinarios. En últimas, como reflexiona el novelista de Aracataca, “el ejercicio de nuestro derecho a ser locos en carnavales es lo único que nos permite sentirnos (antes y después) completamente normales”.
HERIBERTO FIORILLO
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