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Editorial: Un campanazo de alarma

Los datos sobre consumo interno y microtráfico de coca revelan una evolución preocupante.

EDITORIAL
Que la política global de lucha contra las drogas está mal enfocada es un hecho incontrovertible. Desde hace años, académicos y líderes de diferente índole han señalado el error de concentrar los esfuerzos en la interdicción, la misma que es causante de un aumento desproporcionado de la población carcelaria en múltiples latitudes.
El marco normativo vigente conduce a excesos como el de esta semana, cuando el colombiano Ismael Arciniegas fue ejecutado en China luego de haber sido condenado a la pena de muerte. Sin excusar su error ni su falta, es difícil entender cómo una simple ‘mula’ pierde su vida, mientras quienes la convencieron de viajar al otro lado del Pacífico probablemente estén en sus casas.
Pero en tanto no exista un acuerdo internacional en el que pesen más las consideraciones de educación y de salud, y se legalicen la producción y la venta de narcóticos bajo una estricta vigilancia estatal, no queda opción diferente a la de continuar la lucha. De lo contrario, las mafias de las drogas ilegales intentarán ampliar su accionar, poniendo en riesgo la estabilidad institucional de este y otros países.
A la luz de esa realidad, resulta inquietante el reporte proveniente de Washington, que esta semana se declaró preocupado por el dramático aumento de los cultivos de coca y la producción de cocaína en Colombia. En su informe anual sobre el tema, el Departamento de Estado de los Estados Unidos dice que el área sembrada, cuya extensión ya se había duplicado entre el 2013 y el 2015, volvió a dar un gran salto el año pasado.
Los números exactos solo se conocerán hacia finales de mes, pero los cálculos preliminares hablan de más de 200.000 hectáreas. De confirmarse esa cifra, estaríamos ante el número más alto de la historia, pues el pico previo de los cultivos se dio en el 2001, cuando se contabilizaron 169.000 hectáreas.
Según el texto mencionado, la expansión habría sido causada porque las Farc urgieron a los campesinos para que incrementaran los cultivos, con el argumento de que las inversiones y los subsidios después de firmado el acuerdo de paz se concentrarán en las regiones con más coca. Al mismo tiempo se afirma que el Gobierno colombiano no quiso adelantar labores de erradicación en zonas con presencia de la guerrilla, para evitar conflictos que pudieran descarrilar las negociaciones.
Los estadounidenses no pasaron por alto que el pasado fue el primer año completo en el que no se realizó ninguna fumigación aérea. Aunque la respuesta debía ser la erradicación manual, el presupuesto para esta labor descendió en dos terceras partes frente al del 2008. Asimismo, los cultivadores de coca emplean tácticas que van desde el uso de explosivos hasta la ubicación de los plantíos en parques nacionales o resguardos indígenas.
Es verdad que en el informe se destacan la cooperación de Colombia y su compromiso en la lucha contra el narcotráfico. El volumen de cocaína incautada llegó otra vez a un nivel sin precedentes, además de la destrucción de laboratorios y otros operativos.
No obstante, aquí hay una señal de alarma que surge en mal momento. El motivo es que desde que Donald Trump llegó a la Casa Blanca, la guerra contra las drogas volvió a subir en la lista de prioridades de la administración republicana. El discurso pronunciado por el mandatario el miércoles ante el Congreso de su país ratificó el énfasis de la política.
A la fecha, lo principal parece ser el control de la frontera con México, lo cual explica, de paso, la obsesión con la construcción del muro en la línea limítrofe. Pero no hay que llevarse a engaños: el 90 por ciento de la cocaína que se incauta en las calles de las ciudades norteamericanas proviene de Colombia.
Narcotizar la relación bilateral equivaldría a dar un paso atrás. Para que eso no suceda, el Ministerio de Defensa está obligado a revisar procedimientos y estrategias con ojo autocrítico. En el 2017, el compromiso es reducir el área sembrada en 50.000 hectáreas, y este no puede incumplirse.
La razón es que, más allá de lo que piense el Tío Sam, es del interés nacional de Colombia disminuir sustancialmente los cultivos de coca, aparte de la que requieren las comunidades indígenas por sus tradiciones. Los datos sobre consumo interno y microtráfico revelan una evolución preocupante, y ante ello es indiscutible que este no es un reto de la política internacional, sino del bienestar del país.
El objetivo de ganar la guerra contra este flagelo no es ilusorio, como lo muestra el haber vencido a los más poderosos carteles. Conocemos bien al enemigo y contamos con la dedicación de las Fuerzas Armadas, pero se requiere un concurso más decidido de autoridades regionales y locales. Además, están las Farc, que no deberían lavarse las manos ante un asunto en el cual tienen gran cuota de responsabilidad. Si de buena voluntad se trata, ahora pueden ser parte de la solución.
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