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Ñungo vs. Moreno y Quintero

No les importa que alguien inocente reciba un castigo, con tal de que haya castigo para alguien.

Es desconcertante la reacción de un amplio sector de la población colombiana a la sentencia absolutoria de Laura Moreno y Jessy Quintero, en el sonado proceso por la infortunada muerte del joven Luis Colmenares. Según una encuesta de Datexco, el 70,3 por ciento de los colombianos no están de acuerdo con el fallo y solo el 8,1 por ciento manifestaron su aprobación.
Desconcertante, porque a la mayoría de la gente le pareció que el hecho de que no se hubiera demostrado, “por encima de toda duda”, la culpabilidad de las acusadas no era razón suficiente para no condenarlas. Es una reacción que muestra que la gente necesita condena más que justicia, y que no le importa la posibilidad de que alguien inocente reciba un terrible castigo, con tal de que haya castigo para alguien.
Inevitablemente, este hecho recuerda al tantas veces citado coronel Ñungo, quien, siendo fiscal en el caso del asesinato, en 1975, del general Carlos Arturo Rincón Quiñones, afirmó contundentemente que era preferible condenar a un inocente a que un culpable saliera de la cárcel. Esa doctrina no le era extraña a la humanidad hasta hace poco tiempo. Proviene de un prejuicio atávico que llevó a las más grandes injusticias. Con base en ese prejuicio, los herejes eran condenados a la hoguera, y las ‘brujas’ se sumergían amarradas, con piedras, suponiendo que solo las culpables se ahogaban. Los reyes tenían el poder de castigar sin juicio y de condenar a prisiones perpetuas preventivas. Se presumía la culpabilidad, y el reo tenía que hacer lo imposible para demostrar lo que muchas veces no era demostrable.
Pero esos tiempos han pasado (o por lo menos quisiéramos pensarlo). En 1789, la ‘Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano’ planteó la presunción de inocencia como principio jurídico fundamental. Recogía esta declaración el pensamiento iluminista de Montesquieu y Voltaire en Francia y de Hobbes y Bentham en Inglaterra, entre otros. Todos los países del continente libre de América incorporaron ese principio, de mínimo sentido común, en sus constituciones.
Hoy hace también parte de la ‘Declaración universal de los derechos humanos’, aprobada por la Asamblea General de las Naciones Unidas en 1948 y adoptada por todas las naciones civilizadas. En su artículo 11.1 dice la Declaración que “(...) toda persona acusada de un delito tiene derecho a que se presuma su inocencia mientras no se pruebe su culpabilidad...”.
Los argumentos en contra de esa sentencia absolutoria son exóticos, por decir lo menos. Recogí algunos entre las respuestas a un tuit que lancé para manifestar mi sorpresa por la reacción negativa ante ella. Algunos (bastantes) descalifican mi opinión por no ser un jurista experto. Hay quienes descalifican la sentencia porque, en sus palabras, “la juez tuvo problemas éticos en su pasado”.
Son ejemplos típicos de falacia lógica ad hominem, que pretende que la verdad de un concepto depende de las cualidades de quien lo emite. Otros declaran que también la inocencia debe ser demostrada sobre toda duda, o, como alguien lo puso, “hay también dudas sobre la inocencia”.
Todos ellos van en contravía del desarrollo de la humanidad en los últimos tres siglos. Algunos dicen que con este “nuevo paradigma” (efectivamente nuevo, apenas unos 300 años), todos los pícaros y corruptos saldrán libres. Alguien manifestaba su acuerdo con los métodos de Guantánamo, “donde cantan porque cantan”, y otros complementaban con que “un sistema que sobreprotege a los acusados no funciona”.
Qué suerte que la justicia no dependa de encuestas (aunque a veces los jueces, que también son humanos, se vean presionados por la opinión pública). Terminaríamos dándole la razón a Ñungo, y los postes no nos alcanzarían para colgar a tantos presuntos culpables.
MOISÉS WASSERMAN
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