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Iragorri

Al periodismo entró por azar. Desde entonces no ha parado en un oficio que le dio todos los honores.

En todas las ciudades por las que se mueve como si fuera de allí –en Boston, en Cali, en Washington, en Madrid, en Popayán; sobre todo en Popayán–, Juan Carlos Iragorri suele caminar sin descanso, incluso a las horas más absurdas de la madrugada o de la noche. Odia el carro porque sabe que la vida es buena allí donde uno puede irse a pie a todas partes, como quien despega del suelo una conversación que no termina.
Y la suya es una de las mejores que hay, salpicada de anécdotas, de humor, de historias que parecen haber sido vividas todas por él mismo, aunque muchas de ellas ocurrieron en el siglo XIX, con largos bigotes. Es lo de menos, porque ese es el talento de los grandes narradores, hacer que en sus manos las historias vuelvan a ocurrir, contarlas como si estuvieran ocurriendo por primera vez, con nosotros en ellas.
Eso a pesar de su voz cavernosa de tahúr honorable, o quizás por ella misma, y sé muy bien que él sabe el elogio que hay en esto que le estoy diciendo. Porque además esa es la otra característica de Juan Carlos Iragorri, o de Iragorri a secas, como le dice todo el mundo: que es un tipo sin ningún enredo en la cabeza, sin complejos ni pretensiones ni embelecos ni boberías.
Por eso es tan buen periodista también: porque cuando entrevista, sabe de sobra que el personaje es el entrevistado, no él, y sus preguntas son siempre inteligentes y certeras, las que hay que hacer para que el lector o el televidente o el oyente no deserten; y cuando opina es lúcido y tranquilo, sin ese fanatismo que acá se confunde tantas veces con la firmeza o el valor; y cuando informa siempre sabe de lo que habla, un verdadero milagro.
Podría darse grandes aires y posar de importante, pero él prefiere la vida: caminar, caminar mientras se pueda; hablar en la radio desde que sale el día hasta que se oculta, y en un programa de televisión en no sé dónde, en Washington o en Boston o en Madrid o en Popayán. Querer a su familia, a sus amigos, dirigir una maestría de periodismo, llamar a un anticuario que le va a vender la foto de un prócer que solo él sabe quién era.
Iba a ser abogado pero se dio cuenta de que no servía para eso, aunque ha debido ser al revés, cuando en un examen de Obligaciones en la Universidad del Rosario tuvo que contratar una papayera para que tocara a rabiar justo al frente del salón en el que ocurría la tortura. Les dijo a los músicos: “Ustedes empiezan a las 8 y paran a las 12, yo les pago lo que sea...”. El profesor, desesperado, canceló la clase y les puso 5 a todos.
Al periodismo entró por azar, primero como redactor deportivo en el periódico El Siglo y luego como editor internacional allí mismo, cuando Álvaro Gómez le hizo una sola pregunta en la entrevista de trabajo: “Dígame con qué países limita Suiza”. Él se los dijo todos, Liechtenstein incluido, y desde entonces no ha parado en un oficio que le dio todos los premios y todos los honores.
Pero sé que ninguno lo hace más feliz que el que le entrega mañana, en Popayán, la Universidad del Cauca, doctor honoris causa en periodismo. Una ciudad a la que él quiere incluso más que los que nacimos allí, y por la que ha hecho más que todos nosotros juntos, exaltando su nombre con una veneración y una nostalgia que muy poca gente en el mundo siente por nada.
Eso quiere decir honoris causa: un título que honra tanto a quien lo recibe como a quien lo confiere, y en este caso es así, pues la ciudad y su universidad celebran con justicia los méritos y la trayectoria de quien siempre ha sido un maestro. Y por encima de eso, un gran tipo, y ese talento sí no se aprende ni se enseña en ninguna parte.
Lo que la naturaleza da, hoy Popayán lo confirma.
Juan Esteban Constaín
catuloelperro@hotmail.com
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