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El extraño nuevo mundo

La semana que pasó debe haber sido una de las más extrañas en la memoria política de este país.

En lugar de ofrecer una propuesta de unidad y optimismo en su discurso de posesión, como es de rigor para cualquier nuevo presidente, Donald Trump pinta un país en bancarrota económica y moral, hostigado por ejércitos de inmigrantes que saquean todo a su paso, amenazado por gobiernos enemigos a los que habrá que doblegar por todos los medios posibles.
En el primer día del nuevo gobierno, que en otras circunstancias sería una jornada de celebración, se instala una atmósfera siniestra que, lejos de disiparse, va en aumento, como una de esas escenas de la trilogía de 'El señor de los anillos' en las que el ojo de Sauron, con su escalofriante malevolencia, transforma en ruina y desolación lo que antes era fértil y luminoso.
Menos de 24 horas después de asumir el cargo, el nuevo presidente enfrenta una masiva jornada de protesta en la que millones de sus gobernados –más de dos millones, según algunos medios– denuncian el inminente recorte de derechos y libertades que se creían conquistados para siempre. Nace un movimiento de resistencia cuyo rumbo está por definir, pero que era impensable hace siquiera un año.
Solo siete días después de la posesión de Donald Trump, 30 millones de estadounidenses están a punto de quedarse sin cobertura médica y se anuncia que se van a revivir proyectos que causan daños ambientales y alteran el hábitat de comunidades indígenas. Más serio y relevante para el resto de Latinoamérica, México pasa de socio estratégico a acérrimo enemigo, dejando a mexicanos, y por extensión a inmigrantes de todos los orígenes, temerosos de la hostilidad con la que con seguridad empezarán a ser vistos.
Si todo esto es mala noticia, se vuelve peor a la luz del Índice de Democracia, que acaba de ser publicado por el Economist Intelligence Unit (EIU), según el cual la erosión de la confianza del público en los gobiernos y funcionarios públicos, en particular en el mundo desarrollado, no es un fenómeno coyuntural sino que data de décadas y se ha ido agudizando. El voto brexit, que obliga a Gran Bretaña a salirse próximamente de la Unión Europea, y la elección de Donald Trump a la presidencia de EE. UU. no son especies de Frankenstein históricos, sino el reflejo de un estado de ánimo generalizado que no solo amenaza la legitimidad de las élites políticas, sino la persistencia de la democracia misma.
El índice de EIU evalúa elementos como el proceso electoral, las libertades civiles, la participación política y el funcionamiento del gobierno. En el reporte, Estados Unidos, que hace una década tenía un puntaje de 8,22 en la calidad de su democracia, registra este año una calificación de 7,98 puntos, con lo cual el país entra a la categoría de las ‘democracias débiles’. El triunfo inesperado de Donald Trump, advierten los autores del informe, no es consecuencia de esa debilidad, sino un síntoma.
La situación en Latinoamérica no es muy distinta, con la democracia que muestra también signos de estancamiento o retroceso, lo que inevitablemente les abrirá espacio a los candidatos de corte populista en las muchas contiendas electorales que se disputarán en la región entre este año y el próximo.
“La política, como la hemos conocido en los últimos setenta años, no va a volver a lo normal”, advierte, lapidario, el reporte del Economist Intelligence Unit y hay que decir que es una idea que a partir del 20 de enero adquirió una dimensión perturbadoramente real. La semana que pasó debe haber sido una de las más extrañas en la memoria política de este país. Son apenas los primeros días de este extraño nuevo mundo.
Adriana La Rotta
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