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Piglia, a contraluz

Jaime Zapata, periodista y lector de la obra de Piglia, escribe sobre una de sus grandes herencias.

Para Ricardo Piglia, la literatura significaba mantener la mirada al ras de la infancia. Este ejercicio de alumbramiento interior requería, por parte del escritor, una vuelta de tuerca a esos paisajes de la niñez que cimentaron uno de sus rasgos más decisivos: su capacidad de ver más allá. Ya es famosa la historia del pequeño niño que, al tratar de emular a su abuelo en su gesto de lector, agarra un libro de la biblioteca familiar, se sienta en el umbral de la puerta de su casa y se pone a leerlo, absorto, como quien maneja un mundo recién inventado entre sus dedos. Esto lo hizo –cuenta el mismo Piglia– para impresionar a los transeúntes que cada día pasaban por ahí –su casa quedaba a una cuadra de la estación de trenes de Adrogué–, pero sin percatarse en ese momento, niño tonto, de que estaba ‘leyendo’ el libro al revés.
Lo más impresionante de esa anécdota no es ese anticipo de un futuro lector a contracorriente de lo establecido, sino la parte que asegura que una ‘sombra’ desconocida, con bastante ironía y sin musitar palabra, le hizo saber al niño que no estaba leyendo, que cómo iba a leer con el libro volteado. “Ese fue Borges”, diría Piglia años después. “Porque si no, ¿quién sería ese individuo al que se le ocurrió decirle a un chico que tenía el libro al revés?”. Ya Borges operaba entonces como corrector de ruta para el escritor en ciernes; Borges, como quien te dice a manera de elogio o de burla que siempre estás leyendo mal el mismo libro.
Esta no es una anécdota pasajera si observamos cómo un escritor es capaz de crea su zona de interés a través del equívoco. Piglia siempre buscó la manera de leer entre sombras: la luz –ese significado borroso, ese corazón latente de lo leído– era una conquista difícil para un lector como él: los libros que le interesaban hacían parte de una comunidad de desahuciados sin mayor horizonte, sombríos, de hombres extraños como Roberto Arlt o de narradores limítrofes como Manuel Puig; de raras avis como Sara Gallardo o de la nowhere argentina por excelencia, Sylvia Molloy.
Piglia fue su propio canon y por eso aprovechó ese territorio fértil para tensionar las relaciones entre literatura y política, entre lectura y biografía. Como una claraboya de intuiciones, su visión sobre los clásicos, sobre los autores olvidados o sobre las promesas del futuro era de una claridad envidiable, una invitación casi siempre a tomar papel y lápiz, a sentarse y aprender la lección, a pagar un peaje justificado por una clase insuperable de lucidez.
En El último lector, un libro de ensayos que puede leerse como una colección de relatos o un puñado de estampas autobiográficas sobre la lectura o, por qué no, como una novela de aprendizaje, Piglia nos airea su poética privada: el último lector somos todos. Esta idea en clave de vecindad literaria nos propone algo muy claro: ninguna lectura está desprovista de intención o se hace en singular; leemos porque a partir de ese ejercicio hacemos comunidad: nunca estamos solos; al leer, siempre conversamos con una versión abreviada del mundo o con el trasunto del escritor que escribió, en su momento, ese libro que estamos leyendo. Ese fue uno de los mayores hallazgos y regalos que Piglia nos legó: hacernos mejores lectores y, por ende, mejores entusiastas.
JAIME ZAPATA VILLARREAL
LECTURAS
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