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Roy Glauber: el último sobreviviente del Proyecto Manhattan

Una entrevista con el Premio Nobel de Física Roy Glauber para Revista BOCAS

Sigo a Roy Glauber por los pasillos del histórico y romántico hotel Bad Schachen, en la pequeña ciudad alemana de Lindau, a orillas del lago Constanza, hasta el salón que nos han asignado para la entrevista. A sus 90 años, el científico camina lento, pero con voluntad, como si acarreara su propio campo de fuerza. Vengo a saquearle el cerebro durante la Reunión Anual de Laureados Nobel de Lindau, un interesante intercambio científico entre veteranos y jóvenes investigadores creado hace 66 años para revitalizar a Europa tras la Segunda Guerra Mundial.
“¡Mira la tina! Creo que realmente piensan que necesito el descanso”, comenta con una carcajada no bien entramos en la habitación, mientras señala en dirección a una solitaria tina de cerámica blanca, extrañamente fuera de lugar en medio de una gran sala-baño. Sonrío también al comprobar cómo, en todo este tiempo, Glauber no ha perdido su sentido del humor. La misma picardía, los mismos ojos hundidos y amables desde que fuera mi profesor favorito en Harvard, en 2001, y llegara a clase con una peluca en la cabeza para ilustrar la teoría del electromagnetismo. En ese entonces, ni él ni yo imaginábamos que cuatro años después estaría parado ante el rey de Suecia recibiendo el Nobel de Física por las mismísimas fórmulas sobre la naturaleza de la luz que dibujaba entonces en el tablero y que había concebido 40 años atrás, en 1963, cuando estableció las bases para el campo de la óptica cuántica.
Glauber nació en Nueva York y a sus 18 años fue llamado para participar en el ultrasecreto Proyecto Manhattan, el plan del Gobierno de Estados Unidos para darle un uso militar a la reacción en cadena basada en la fisión nuclear. Durante dos años vivió en el Laboratorio Nacional de Los Álamos haciendo modelos matemáticos sobre el comportamiento de los neutrones dentro de la bomba.
Este hombre es, literalmente, uno de los últimos físicos que trabajaron en el Proyecto Manhattan que aún están vivos. Poco a poco, los recuerdos sobre lo que fue este periodo, éticamente difícil pero científicamente brillante, se van desenrollando en su memoria como la vela de un velero. Roy Glauber podrá tener más arrugas y menos pelo, pero su mente, a beautiful mind, sigue siendo transparente y fina, como un cristal.
¡Cómo habrían sido de diferentes las cosas si usted hubiera sido artista, como quería, en lugar de científico!
Cuando era niño me encantaba modelar cosas en arcilla, hacer esculturas con jabón, lo que fuera, usando las manos. Luego pensé en tomar clases de dibujo, pero me costaba tanto trabajo decidir qué dibujar que concluí que no valía la pena. Entonces comencé a leer y me apasioné por la astronomía. Me tomó dos años, pero finalmente me construí mi propio teles-copio. Incluso pulí los lentes. Y funcionó muy bien. Para entonces ya me había seducido la ciencia.
A usted lo reclutaron cuando estaba en Harvard, estudiando física, para ir al Laboratorio de Los Álamos, Nuevo México. En 1943 usted apenas tenía 18 años y fue uno de los científicos más jóvenes en el grupo que diseñó la primera bomba atómica. ¿Sabía en lo que se estaba metiendo?
No, no tenía idea. Solo sabía que era un proyecto científico. Pero hay que empezar cuatro años antes de eso, cuando se descubrió que la fisión nuclear del uranio era posible. Ese gran hallazgo en realidad lo hizo una mujer, la física austriaca Lise Meitner, junto con Otto Hahn. Él ganó el Nobel después y a ella nunca se le dio el crédito. Yo tenía 14 años y me interesé mucho en el tema. Recuerdo que hubo algo de especulación en los periódicos sobre la posibilidad de lograr una reacción en cadena, solo que a los pocos días la historia desapareció de la prensa sin dejar rastro. Durante unos años se comentaba que eso tendría alguna importancia estratégica para Estados Unidos, pero nunca se habló de un arma. Nadie sabía qué pensar.
Un día recibí una carta de una organización extraña llamada Listado Nacional de Personal Científico, que me pedía que llenara un cuestionario con los cursos que había tomado. Y como en el colegio tuve un profesor que me alentó a estudiar cálculo y otras materias que en ese entonces solo se veían en la universidad, pues puse eso. Finalmente me contestaron a vuelta de correo enviándome un tiquete de tren a Chicago y una misteriosa lista de instrucciones en la que me indicaban que en la estación del tren debía llamar a alguien, y a su vez esa persona me dio otro tiquete para ir a un sitio llamado Lamy, en Nuevo México, del que yo nunca había oído hablar.
Ese viaje debió ser toda una aventura para un chico neoyorquino de 18 años que nunca había ido más al occidente de Chicago.
Sí, claro. Yo ni siquiera había visto a los indígenas norteamericanos, y verlos en las concesiones [los territorios que podían explotar económicamente] y estaciones de tren con sus mantas de colores y su piel bronceada fue toda una experiencia. También me impresionó la geografía de Nuevo México y de toda el área en el camino hacia Los Álamos, llena de cañones dramáticos en las montañas y de carreteras con sorpresas en cada curva. Un sitio espectacular. Los Álamos está escondido entre cañones que entonces eran prácticamente infranqueables.
Cuando llegó a Lamy, ¿quién lo recibió?
Un científico que estaba vestido como vaquero que también vino a buscar a John von Newmann, que viajaba en el mismo tren. Después me di cuenta de que Von Newmann era nada menos que el famoso matemático húngaro experto en explosiones y uno de los más ardientes partidarios del concepto de la implosión del núcleo de la bomba, que, en contra de viento y marea, finalmente resultó ser la correcta. Ese trayecto desde Lamy hasta Los Álamos fue inolvidable porque estos dos matemáticos hablaban de la aniquilación de la materia y de cosas que a mí me sonaban increíbles y asustadoras, pero en realidad estaban hablando de descripciones matemáticas. Así que esa fue mi introducción a la vida en La Colina (The Hill), que era el apodo de Los Álamos.
Los Álamos en realidad había sido un colegio para varones, ¿cierto?
Sí, era el Colegio-Rancho para Niños de Los Álamos, aunque más que un colegio era un lugar a donde enviaban a los chicos que se estaban recuperando de tuberculosis.
Describa cómo era ese lugar cuando llegó por primera vez.
Cuando llegué el colegio ya no existía, claro, pero sí quedó la estructura principal, que pasó a ser el salón de reuniones de Los Álamos, al que llamábamos The Lodge. Ese salón era un lugar majestuoso, de troncos gruesos, comparado con las nuevas estructuras austeras que construían los militares a toda carrera. Entonces, a mi llegada, Los Álamos era un sitio muy activo y un tanto caótico, porque estaban levantando edificios de madera por todos lados. Muchos eran para alojamiento. Había dormitorios de varios tamaños y edificios de apartamentos hasta para cuatro familias pequeñas, porque la gente ya comenzaba a llegar. El resto de los edificios eran las áreas técnicas, donde yo trabajaba, y el área militar.
¿Cuánta gente trabajó en el Proyecto Manhattan?
En el proyecto en general trabajaron unas 130.000 personas distribuidas en varios sitios, como Oak Ridge, Tennessee y Hanford, en el estado de Washington, que era donde se estaban fabricando el uranio y plutonio enriquecidos. Pero en Los Álamos, el lugar donde realmente se hizo la bomba, nunca hubo más de 6.000 personas entre militares, científicos (físicos y químicos), ingenieros expertos en explosivos y en metalurgia, y otro personal de apoyo.
¿En su mayoría era gente joven?
Sí, todos éramos jóvenes. Quizás yo estaba entre los menores. Eso sucedía porque la gente mayor, los científicos ya establecidos en sus cátedras en sitios civilizados, no querían irse a aventurar en medio de la nada. Entonces esas familias pequeñas comenzaron a agrandarse a ojos vistas porque… [Risas] ¡Le aseguro que el hospital militar de Los Álamos tenía quizás la sala de maternidad más activa del país! Había varias mujeres. Además de las amas de casa, estaban las secretarias, enfermeras, militares y operadoras telefónicas. Y había unas cuantas científicas, menos de una docena.
¿Cómo era el área técnica? ¿Qué pasó cuando llegó a reportarse?
Eran varios edificios detrás de una gran reja. Uno tenía que entrar y salir mostrando su identificación, y la chequeaban muy cuidadosamente. Los procedimientos para dar acceso al material clasificado eran sumamente elaborados para esa época. Eran como dos mundos totalmente separados: el área intelectual del trabajo y, del otro lado, la vida social y de familia, donde no se hablaba una sola palabra sobre la bomba. Supuestamente las familias no lo sabían.
¿Cómo se enteró de que, finalmente, lo que estaban haciendo era una bomba?
Al día siguiente de llegar, me tocó reportarme ante Robert Bacher, director de la División de Física, que después pasó a ser director de la División G, por gadget [el artefacto], que fue el apodo de la primera bomba, la que se iba a ensayar en la prueba Trinity [la primera explosión atómica experimental, que tuvo lugar en un desierto cercano a Alamogordo, en Nuevo México]. Él me preguntó: “¿Qué se imagina usted que estamos haciendo aquí?”. Algo tímidamente le dije que me parecía que estaban intentando lograr la primera reacción en cadena basada en la fisión nuclear. Y él dijo: “No está mal su conclusión, pero le tengo que decir que eso lo logramos hace un año. Estamos trabajando en lograr otra reacción, solo que esta vez será una muy rápida, para una bomba. Y a propósito, vaya a la biblioteca y saque la guía llamada The Primer, que explica la ciencia detrás de ella”.
¿Cuál fue su reacción al escuchar eso?
Me molestó mucho. Me tomó meses digerirlo, sobreponerme a eso y descubrir que había problemas matemáticos interesantes que resolver y que realmente me mantuvieron muy ocupado durante dos años.
¿Exactamente en qué consistía su trabajo como físico teórico y no experimental?
Había unos siete grupos de física teórica involucrados en cosas distintas. Nuestro grupo, el T-2, se concentró exclusivamente en algo llamado difusión de neutrones. Es decir, en qué dirección viajan y qué tan rápido se mueven dentro del artefacto. Mejor dicho, había que explicar cómo se movían los neutrones dentro de una reacción en cadena. Y nos volvimos buenísimos en el tratamiento matemático de ese problema. ¿Dependió el proyecto de eso en forma crítica? Probablemente no, pero algo contribuyó.
¿Cómo lograban que este masivo proyecto no se filtrara a la prensa?
Por un lado, no podíamos mencionar ciertos nombres, como el de Niels Bohr. Más que todo porque era un nombre tan raro que cualquier chofer, o cualquier persona, podría andar repitiéndolo hasta que eventualmente alguien lo podría reconocer. En un par de ocasiones dos reporteros de periódico que pasaban por Santa Fe oyeron que algo se estaba fraguando en la distancia. Uno de ellos publicó su propia conclusión: ¡Según él, estábamos desarrollando parabrisas para submarinos!
¿Qué clase de persona era el físico teórico Julius Robert Oppenheimer, el mítico director científico del Proyecto Manhattan?
Oppenheimer era un ultraintelectual que pasó por Harvard en tres años, y después fue mi supervisor de tesis. Era un ser extrañamente interesante, como de otro mundo, inalcanzable. Una persona difícil de llegar a conocer. Le apasionaba la poesía hindú, leía en sánscrito y usaba esas frases poéticas para describir una explosión nuclear…
“Me he convertido en la muerte, destructora de mundos… Si el brillo de mil soles fuera a estallar en el cielo, eso sería como el esplendor del todopoderoso”. Esas fueron las palabras de las escrituras hindúes de Bhagavad Gita que le vinieron a la mente de Oppenheimer durante esa explosión de la prueba Trinity.
Exacto. Muy curioso. Pero de alguna manera todos nosotros respetábamos y admirábamos mucho a Oppenheimer. Él preparaba unos martinis fuertísimos en su casa e invitaba a los científicos. Invariablemente, todos terminaban bosquejando ecuaciones y dibujos en las servilletas de papel. Yo lo veía caminando por ahí, con un sombrero de ala ancha y con un cigarrillo o una pipa en la boca. Siempre estaba tenso y nervioso. Las mujeres pensaban que era un tipo raro, y las entiendo. Una novia suya me dijo que en alguna ocasión la había llevado a dar un paseo en carro por Berkeley y que de pronto Oppenheimer detuvo el automóvil, se bajó y se fue a caminar en las montañas. Ella se quedó ahí sentada y sin una sola explicación.
Era el polo opuesto al general Leslie Groves, quien era el poderoso director del proyecto entero, ¿cierto?
El polo opuesto en todo sentido. Además, no se podían ver ni en pintura. Groves fue quien lo nombró director científico. Algo que me pareció rarísimo porque Oppenheimer no tenía experiencia como administrador. Pero lo interesante es que ambos se aseguraban de estar juntos en las fotos y en ocasiones simbólicas e importantes. Es curioso cómo, siendo teórico, Oppenheimer siempre se interesaba en aparecer en los momentos claves de los experimentos. Y él mismo fue varias veces a supervisar el artefacto cuando estaban montando la bomba en la torre de lanzamiento, cerca de Alamogordo. Pero, a fin de cuentas, lo que es raro es cómo alguien tan brillante terminó no dejando casi ningún logro tras él. Y, claro, después de la guerra estuvo toda la controversia acerca de sus supuestas simpatías comunistas y las sesiones para quitarle su acceso a material altamente clasificado. Fue un personaje muy complejo.
Roy Glauber. Foto: archivo personal.
Le traje un regalo del doctor Antonio Redondo, que hoy trabaja en computación en Los Álamos. Es el mimeógrafo original con el listado del personal de la División de Física Teórica a mayo de 1945. Ahí están usted, Von Newmann y su supervisor, Hans Bethe, además de otros 80 colegas.
[Risas y emoción]. ¡No puede ser! ¡Esto es genial! Le podría decir muchas historias de cada una de las personas en esta lista. Todo el mundo se ha ido ya…
¿Por ejemplo?
Por ejemplo Richard Feynman. Cada vez que nos reuníamos a almorzar había un pequeño nudo de media docena de chicas riéndose. Cuando uno iba a ver, en el centro del grupo estaba Feynman, contándoles cuentos. Él era una entretención constante.
¿Y qué me dice de este otro? ¿Klaus Fuchs, en el Grupo 1?
Pues Klaus Fuchs era británico-alemán y resultó ser un espía que mandaba información a los rusos. Lo conocí más o menos bien. Se hacía llamar Karl. Era un hombre muy callado, pero era un pensador profundo. Oyéndolo hablar, yo pensaba que estaba convencido de tener la obligación de hacer algo para salvar a los rusos de la aniquilación por la bomba que, dicho sea de paso, ni siquiera existía todavía. Pero en Estados Unidos había tal sentimiento antiruso por esos días que no es de extrañar que él, y otros, pensaran que era inevitable que la lanzáramos sobre ese país. Fuchs fue condenado en 1950, le quitaron la ciudadanía británica y a los nueve años salió libre y regresó a Alemania.
¿Les sirvió de algo la información de Fuchs a los rusos?
No creo, porque para mandar esa información había que codificarla y decodificarla en Nueva York y en Rusia, y es probable que la gente involucrada en eso no tuviera idea de ciencia ni pudiera entender nada. Los rusos con los que hablé años después aseguran que no aprendieron nada de América. Eso puede no ser verdad, pero haber aprendido acerca del proyecto, incluso en los términos más generales, habría sido de un valor inmenso para ellos.
¿Cuál fue el mayor reto tecnológico en el diseño de la bomba?
Sin duda fue entender y lograr la implosión para la bomba de plutonio, que fue la tecnología usada en Fat Man [la bomba que fue detonada sobre la ciudad japonesa de Nagasaki] y también en la prueba de Trinity. La razón es que en ese diseño esférico el plutonio está rodeado de explosivos de alta velocidad que deben estar dirigidos exactamente hacia el centro del material para comprimirlo en una millonésima de segundo. De no hacerse tan rápidamente, habría una predetonación. Era algo sumamente peligroso.
¿Esa era la razón de las continuas explosiones?
Sí, porque ese asunto de la implosión era horrendamente difícil. Entonces había que hacer explosiones de práctica varias veces al día. Nosotros nos acostumbramos a eso, pero por alguna razón geológica esos estallidos reverberaban en la ciudad de Santa Fe a 56 kilómetros de distancia. Esa pobre gente nunca entendió lo que pasaba.
De haberla tenido antes, ¿podría Estados Unidos haber dejado caer la bomba sobre la Alemania nazi?
Esa es una pregunta interesante y que nunca se va a aclarar. Creo que al menos los aliados habrían considerado el asunto de forma diferente. Pero, por su parte, los militares no tenían otra intención que soltar dos bombas [para ensayar dos tecnologías alternas de iniciar la fisión: el relativamente simple disparo de cañón, utilizado sobre Hiroshima, y la más compleja implosión]. La segunda, la de Nagasaki, fue un esfuerzo del cual no aprendimos absolutamente nada, excepto el número de víctimas.
¿Estuvo usted presente en la prueba Trinity el 16 de julio de 1945?
Sí, la vi. Pero no desde el desierto de Jornada del Muerto, en Alamogordo, que estaba como a 340 kilómetros de Los Álamos, sino desde Sandia Peak [la cima de una cordillera cerca de Albuquerque, a 150 kilómetros de Los Álamos]. Los físicos teóricos no teníamos autorización para presentarnos en el lugar del experimento; además, casi nadie tenía automóviles en Los Álamos y la gasolina estaba racionada para que uno tampoco pudiera ir muy lejos. Pero esa tarde conseguí colarme en un carro con otro montón de gente, allá fuimos a dar y nos pusimos a esperar. No teníamos contacto de radio con quienes estaban dirigiendo la prueba, así que no sabíamos nada de lo que estaba pasando. Sabíamos que los experimentales querían medir exactamente la simetría de la implosión y la cantidad de energía liberada, pero la mayor preocupación era el control de la radioactividad. La detonación iba a ser como a la medianoche y en un momento dado comenzamos a ver rayos y truenos cerca del sitio del experimento. Estaba cayendo una tormenta que era especialmente aterradora porque la bomba estaba montada en una torre de acero de 30 metros de altura. Nosotros no lo sabíamos, pero dentro del búnker de observación Oppenheimer y Groves estaban haciendo apuestas sobre si la bomba iba a incendiar la atmósfera o no, y si iba a destruir todo Nuevo México o todo el mundo. La noche avanzaba, no pasaba nada y la mayoría de la gente con que vine se devolvió a Los Álamos, pero yo sí me quedé mirando fijamente en dirección al lugar. Entonces a las 5:30 de la mañana sucedió. Fue como si el sol hubiera salido por el sur. La era nuclear había comenzado.
Menos de un mes después se dejó caer la bomba de uranio sobre Hiroshima y la de plutonio sobre Nagasaki. ¿Lamenta haberse involucrado en el proyecto?
Lo que lamento es que fuimos [el Gobierno de Estados Unidos] muy lentos en decidir que queríamos hacer la bomba, a diferencia de los británicos, que estaban a bordo desde el principio. Porque si la hubiéramos tirado sobre Europa, las consideraciones de cómo y dónde habrían sido muy distintas y quizás menos drásticas que en Asia. Eso por un lado. Por el otro era muy demorada la llegada del material nuclear, que tardaba mucho en crearse. De haberlo tenido más rápido, se habrían ahorrado meses y eso también podría haber cambiado el curso de las cosas.
¿Cree que alguna vez llegaremos a un cero absoluto de armas nucleares?
Me temo que esa es una imposibilidad porque siempre estará la pregunta de quién tiene la última. Pero si alguien inventa la forma de manejar eso, tiene mi voto.
¿De qué maneras el Proyecto Manhattan cambió a la ciencia y su relación con la sociedad?
Primero que todo, después de la prueba Trinity, Los Álamos continuó haciendo ciencia de la más alta calidad. En la década de 1950 muchos desarrollos surgieron de allí. Entre las huellas que quedaron hay un montón de cráteres causados por explosiones subterráneas que se ven en fotos aéreas. Pero para bien o para mal, el Proyecto Manhattan dejó en el público en general la impresión de que podemos hacer lo imposible. La gente habla de que “esto o lo otro es un Proyecto Manhattan”. Un efecto que no es tan bueno es que deja el sabor de que hay partes de la ciencia que deben hacerse en secreto. Odio pensar en algo así, pero se suelen hacer descubrimientos que ponen el poder en las manos de un pequeño número de gente desesperada.
¿Por qué hablar de todo esto ahora?
Porque soy uno de los últimos sobrevivientes de la experiencia de Los Álamos y quiero dejar una contribución para la historia.
ÁNGELA POSADA-SWAFFORD
FOTOS: ARCHIVO PERSONAL
REVISTA BOCAS
EDICIÓN 55- AGOSTO 2016
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