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La historia del Profe Mariano, 96 años entre becas, filósofos y cupido

Este mexicano enseñó latín, historia, geografía y filosofía. Es psicólogo, arqueólogo y políglota.

RENÉ PÉREZ*
Es difícil que alguien se equivoque cuando lo ve: a leguas irradia su estampa de profesor. Y lo es. Pero es un profesor distinto: enseña griego y latín. También ha enseñado historia, geografía y filosofía y además es sicólogo y arqueólogo. Y es políglota: sabe francés, italiano, inglés, alemán, hebreo y japonés. Hasta diciembre pasado estuvo dictando clases y después de muchos años en la investigación y en la cátedra, aceptó, a regañadientes, darle un descanso a su edad patriarcal: ¡a los 96 años!
Mariano Juan Escobar, con casi medio siglo dedicado a la docencia universitaria en Colombia, nació en Puebla, México, y llegó al país por un flechazo de amor que ni los años ni el alzhéimer que tiene su esposa han podido siquiera medio rasguñarlo. Nació a finales de la Revolución mexicana y ríe con picardía cuando cae en cuenta de que su niñez fue en el posconflicto. “Mi papá fue zapatista”, dice con la pausa propia de los docentes de alma...
Federico Escobar, el papá del Profe Mariano Juan, estuvo a las órdenes del general Emiliano Zapata, el Caudillo del Sur, donde se probó como aguerrido guerrillero, refrendado en méritos y medallas durante las tomas a las poblaciones con los nombres meramente mexicanos de Jonacatepec, Yautepec, Cuautla, Miahuatlán, Tetecala y Cuernavaca.
Aunque la más significativa para él fue la toma de Puebla en 1914, a donde debió llegar con las cananas cargadas de balas, cruzadas en equis en su pecho y de donde se fue a la revolución con dos años de derecho. Esto no fue lo importante. Lo más relevante fue que llegó con el grado de teniente coronel de las fuerzas insurgentes a una ciudad donde seis años después nació su hijo Mariano.
Cuando ya se apaciguaron los ánimos belicosos, el teniente coronel Federico Escobar solía reunirse con sus antiguos camaradas para hablar de sus batallas mientras su pequeño hijo Mariano los escuchaba absorto. Sin embargo, lo que más le impresionaba entonces eran unos objetos que halló al azar y que los convirtió en sus primeros juguetes sin saber que eran ¡bombas!
Muchos años más tarde conoció el espanto de las guerras, cuando vio en el mismo lugar donde cayó la primera bomba atómica a unos jóvenes totalmente achicharrados por el impacto del calor de infierno que desató el artefacto. Desde ese día, para este sabio en idiomas, el sinónimo de guerra es crueldad.
Desde luego, su papá le escondió las bombas con la muy pedagógica explicación de que si seguía jugando con ellas “se podía morir”. Y lo mandó a la escuela. A los cuatro años ya sabía leer, a los cinco hablaba inglés y a los seis se aprendió de memoria toda la historia de México que puede caber en un libro de 150 páginas. La secundaria tuvo, para quien fue hasta hace pocas semanas profesor en varias universidades colombianas, un gusto especial: la enseñanza de latín y griego antiguo.
Ahí supo de Platón, y de manera muy especial quedó prendado de su forma de escribir todo en diálogos. Claro, de un simple salto llegó a la facultad de filosofía. Y claro, su tesis de grado, laureada, fue sobre este filósofo y su obra 'El Banquete'. No es extraño, así, que tenga toda la obra de Platón en griego, latín y francés. Y que la lea continuamente y en cualquiera de los tres idiomas.
Estas lecturas las hace en su “oficina”, como dice. Una espacio que no es más que una de las siete bibliotecas en que se mueve de ocho de la mañana a ocho de la noche y que hacen de su residencia, no una casa con biblioteca, sino una biblioteca con casa. Hay libros y libros y libros por todas partes. Y si no fuera por la inconmovible ley de gravedad, hasta en el techo habría. Aunque de hecho las hileras del libros llegan al borde de este. En fin, allí casi no se ven paredes. Pero sí literatura. Y de todo tipo. Cada estante, con rigurosidad de bibliotecario, guarda sorpresas aun para los bibliófilos: diccionarios en los idiomas más hablados del mundo, otros sobre raíces de las palabras. Pinocho en siete idiomas, incluyendo lo inesperado: ¡una versión en latín! Toda la obra de los filósofos clásicos en latín y griego y muchas en francés y alemán. Además de novelas, poesía, ensayos de los más encumbrados autores de todos los tiempos. Y, por si fuera poco, libros antiguos, como una geografía universal que se editó en los años en que geografía se escribía con jota. Por cierto, el Profe Mariano es, o lo fue hasta hace un año, un cazador de libros antiguos tan certero que en las ventas callejeras de libros y en el mercado de la pulgas ha encontrado auténticas joyas literarias. Cuando encuentra estas rarezas, para muchos, y textos de investigación, para él, les apunta en la primera hoja en blanco el precio que pagó. ¡Pero lo hace en numeración codificada”. Es su secreto, para saber él solo la ganga que adquirió. Pero además, y esto parece insólito, en la última página de muchos de los cientos y cientos de libros que ha leído, y lee, anota los errores que encuentra con respecto a los escritos originales. También es sorprendente el criterio con que ha dispuesto sus larguísimas hileras de libros: aunque las tiene por secciones, conoce en qué sitio exacto está tal o cual libro y como si fuera un mago de sombrero y conejo, saca del sitio preciso el libro que necesita. Y así, cualquiera puede pasar horas y horas escudriñando este gigantesco tapizado de libros que únicamente lo abandona el Profe Mariano cuando juegan Barcelona o Nacional. De resto, y esto lo está haciendo ahora mismo, relee 'La Apología' de Sócrates, el 'Satiricón' de Petronio y las 'Fábulas' de Esopo ¡en sus idiomas originales!
Otros de los libros de su diario vivir son los Salmos, porque satisfacen su creencia religiosa y le sirven como ejercicio para conservar su prodigiosa memoria. Desde luego, los vocaliza en hebreo, idioma que aprendió en solo un año, en Israel, a donde llegó a mediados de los años cincuenta, en un periplo de miles de kilómetros que a punta de becas lo sacó de su natal Puebla y lo llevó a Estados Unidos, Europa, Lejano Oriente, Oriente Cercano, Medellín y, por último, Bogotá.
La historia es así: al culminar los estudios de filosofía en la Universidad de Puebla fue becado para una especialización en Roma. Pero no solo estudió filosofía, sino también sicología, y como quería profundizar más allá de las aulas decidió conocer en sus propias lenguas a los maestros de estas ciencias; entonces aprendió italiano, francés y alemán (ya sabía inglés, griego antiguo y latín). Con ambos títulos pasó a la docencia y en Milán, Nápoles y Roma era ya ¡profesor! Además sacaba tiempo para enseñar español. Permaneció siete años en Europa como “estudiante, profesor y viajero”. Regresó a México también como profesor y de aquí partió a Estados Unidos, claro, como maestro. En esa época, por el temor de que Japón atacara el país, el gobierno decidió impartir clases de primeros auxilios en las universidades. El Profe Mariano las tomó y el destinó le dio la suerte de enamorase para siempre de una de las primeras enfermeras jefes de Colombia (en la Universidad de Antioquia) durante un novelesco intercambio epistolar.
Al terminar la Gran Guerra muchos japoneses deseaban emigrar a América Latina, y al Profe Mariano lo seleccionaron para ir a ese país a enseñar español, filosofía y geografía e historia latinoamericanas. Pero debía aprender japonés en dos años. Lo hizo en año y medio aunque es un idioma “endiablado”.
A los 15 años de vivir en este país, las directivas de la universidad donde era profesor lo escogieron para que estudiara arqueología. Claro, ¡otra vez becado! Así llegó a Israel y Palestina. Se radicó en Jerusalén y la tesis trató sobre cómo era la ciudad de Tekoa, en el lado palestino, en la época de Amós, uno de los profetas menores. La tesis fue laureada, al punto que varias universidades de distintos países lo invitaron como conferencista. Lo mismo que a congresos sobre arqueología. Uno de estos se realizó en Medellín a finales de los sesenta. Fue en esta ciudad donde lo flechó otro latino distinto a los filósofos: Cupido.
En Medellín se hospedó donde un amigo que conoció en Japón. Tan pronto cruzó la puerta, su rígida catadura de científico se derritió ante una jovencita que más que sus requiebros lo que la impresionó fue que alguien supiera tantas cosas. Pero de ahí no pasó. En cambio, el Profe Mariano no desistió y al regresar a Israel se valió de la vieja táctica para las lejanías: las cartas. Pero nada. La muchacha no le contestó ni una. Hasta que ocurrió lo inesperado: Martha, su hermana enfermera, le dijo perentoriamente: “De todas maneras hay que contestarle a ese señor”. Y fue ella la que agarró el estilógrafo y comenzó un intercambio epistolar en un estilo nada romántico: ella explicándole cómo se debían tratar las heridas y lesiones y él cómo se hacían las excavaciones arqueológicas. Sin proponérselo, un día remplazó el Bertha por Bella, y pasaron entonces a escribirse en el idioma del amor.
Fue un idilio tejido día a día: en la quinta carta se amaban más que en las anteriores y en la décima más que en todas las que antecedían y esto se fue repitiendo durante tres años hasta que sucedió lo que tenía que suceder: se casaron por poder. A las pocas semanas estaba en Medellín con un Volkswagen que trajo desde Alemania y en el que eternizaron su amor recorriendo Colombia. Amor al que nada lo ha perturbado. Ni siquiera el alzhéimer que afecta a Bella desde hace varios años: hasta hace poco la llevaba a las clases, la sentaba en un pupitre y entre el enternecido alumnado ella solo reconocía a Juan (así lo llama) porque lo único que le queda en su memoria es él. Por eso salían de clase agarrados de la mano. Por eso ambos, cuando llegan los atardeceres, se buscan entre los rincones y esquinas de la monumental biblioteca.
–Y usted, aparte de leer y amar a Bella, qué más hace?
–Nada más.
RENÉ PÉREZ*
Especial para EL TIEMPO
*Escritor y periodista ganador del Premio Simón Bolívar por investigación; del Premio CPB por mejor crónica, y del Premio Nacional de Historia. Es autor de once libros.
RENÉ PÉREZ*
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