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Cómo entender la escalada del conflicto

Tarde o temprano un cambio profundo tendrá lugar en este país hastiado de guerras.

A propósito del escalofriante cuadro de escalamiento de la violencia atribuido -y hasta ahora no reivindicado en su totalidad- por la insurgencia armada de las Farc, una lectura originada en la ambigüedad formalista y subjetiva de los “analistas” profanos considera que se trata solo de una estrategia político-militar orientada a presionar al Gobierno para avanzar hacia un armisticio o pactar, mínimamente, un cese bilateral del fuego.
Atribuirles así una posición subordinada a cálculos de mediación, o a una ingenua 'razón instrumental' la ocurrencia de tales episodios, es aislar preocupaciones mayores e inherentes a estos actores del conflicto y a los objetivos de su proyecto rebelde. Esta forma de definir criterios para juzgar la guerra, que utiliza expresiones equívocas que no concuerdan con su significado ni con la realidad que pretende designar, abre vías para el pronunciamiento de juicios no siempre imparciales, muchos de ellos originados en emociones o pasiones que anulan toda racionalidad y contaminan la opinión; en otros casos, producen lineamientos ideológicos de raigambre sectaria y partidista que entrañan posiciones hipócritas frente a ese negocio de la muerte que es la guerra que vivimos.
Una mirada a profundidad permitiría contextualizar dichas hostilidades y sus diversas pautas de acción en una perspectiva histórica, económica y política y conduciría a advertir en ellas varias posibilidades. Una de estas es la búsqueda simbólica del equilibrio militar como imagen interna y de exportación, considerada la abrumadora ofensiva del ejército regular -y su estruendosa comunicación-, tras la tregua unilateral decretada por las Farc.
No se puede perder de vista que la contraofensiva fariana, que siguió al levantamiento de la tregua tras los bombardeos a los campamentos guerrilleros que dejaron 26 rebeldes muertos, coincidió con el relevo del ministro de defensa y la presentación de su trágico balance en el que se jactó orondamente de haber dado de baja a decenas de guerrilleros y a varios cabecillas de esa organización armada e ilegal. Si bien este ministro no fue quien “más duro les dio”, como se dice oficiosamente en los medios masivos, sí fue el que más venablos y comparaciones zoológicas les disparó.
Además, es tradición que la insurgencia “reciba” y “despida” con operaciones de gran calado a los mandatarios –en este caso ministros de defensa- y a ejecutivos de transnacionales de la megaminería; con ello a su vez buscan notificar a los grupos paramilitares y demás bandas criminales (Bacrim) sobre su fortaleza y condiciones de expansión suficientes para confrontarlos.
Por otra parte, la exhibición de poderío ofensivo comporta, además, un respaldo a sus negociadores y propuestas en la mesa de diálogos (ningún gobierno negociaría con una guerrilla debilitada). La asamblea Constituyente y la Comisión de la Verdad –a la que tanto pánico le tiene el autodenominado “Centro Democrático”– son consideradas por las Farc vitales para amparar sus garantías políticas en su recorrido público como futura organización que deja las armas para construir alternativas políticas democráticas. Claro, son mensajes que incluyen a sus bases sociales, atentas a las dinámicas de la negociación política y al desarrollo de la confrontación militar en la cual están sus hijos, cuyo sacrificio solo les duele a ellos.
Previendo escenarios de conflictividad política con candidatos de las Farc en el Congreso de la república, el Gobierno ha hecho aprobar –de la mano del barón liberal más característico del clientelismo regional (circunstancia de un enorme simbolismo)– una reforma constitucional desequilibrante que establece límites a futuras reformas y contempla enmiendas orientadas a consolidar y fortalecer el régimen político tradicional. En paralelo, un Plan Nacional de Desarrollo que afianza la exclusión social y la concentración económica, “elaborado” y presentado por cierto por el delfín más representativo del modelo de acumulación neoliberal que su padre puso en marcha en los noventas. Sin duda, el posconflicto cruzará en agitados debates a estas dos iniciativas por su enorme impacto sociopolítico.
No obstante, vivimos en tiempos de gestación y de transición hacia una nueva época. El comportamiento discursivo de los voceros guerrilleros de La Habana y la firmeza del presidente Santos nos transmiten moderado optimismo. Tarde o temprano un cambio profundo tendrá lugar en este país hastiado de guerras y cansado de ver cómo se dilapidan sus riquezas en balas homicidas contra humildes compatriotas. Por ahora y para siempre paremos la guerra y consolidemos la convivencia.
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