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Fatalidad

Usted no quiere votar. No se le ocurre por quién, ni por qué, ni para qué. Se acerca el irrevocable domingo 9 de marzo de 2014, como un lánguido día de año nuevo entre la fatalidad y la inercia y la esperanza, y sin embargo usted preferiría que viniera un domingo cualquiera. Conoce, de aquella jornada, el ruido de fondo de las calles, la búsqueda de la mesa de votación, la equis sobre el candidato equivocado. Y, como ha venido entendiendo que las elecciones colombianas son el juego de mesa de los más cínicos del mundo, se siente desde ya haciendo el ridículo (ya puede oír el estridente “jajajá” de los políticos de siempre cuando lean la novatada “mi voto es mi voz”), y entonces se niega: no más. Que se queden con su país maldito. Que mejor lo despierten cuando Colombia ya haya cambiado de nombre y haya empezado el pasado.
El horizonte es la desolación: para qué votar si, según la Moe, Semana y EL TIEMPO, 116 de los 165 representantes y 67 de los 102 senadores elegidos hace cuatro años quieren hacerse reelegir; 244 de los 2.333 aspirantes al Congreso le están debiendo plata al Estado; 410 municipios –30 % más que en el 2010– están a punto de fraude electoral; las perversas candidaturas “en cuerpo ajeno” se han vuelto una tradición nacional; se ha estado hablando de “la inflación del voto” como si nada, a diestra y siniestra, en la boca de esas sórdidas campañas que cuestan por lo menos 2.000 millones de pesos que hay que recuperar, y los partidos, convertidos hoy en sutilezas que sólo entienden los involucrados, siguen armando sus embaucadoras listas abiertas: por qué votar entonces.
Porque ese domingo empieza el saqueo del Estado, “en sus marcas... listos... ¡ya!”. Porque se ha vuelto común esta expresión: “heredar los votos”. Porque hoy no es el partido el que proclama a su candidato, sino el candidato –representante legal de una familia en todos los sentidos- quien elige a su partido como a un banco suizo. Pero sobre todo porque en aquella Colombia imposible que aún queda en Colombia sigue habiendo millones de personas que el día de las elecciones no pueden darse el lujo de pensar si quieren levantarse a votar, pues en realidad están obligadas a hacerlo, les toca. Ya no sólo son conducidas a las urnas por temibles bandas “patrióticas”, no. Ahora son compradas en cuerpo y alma por “contratistas” que cargan al Estado en el bolsillo y tienen a los vigilantes en su nómina: “es mejor negocio la política que el narcotráfico”, dijo, sereno, el exsenador Martínez Sinisterra.
Usted no quiere saber más de candidatos que se atrevan a ofrecer casas, a invocar el espíritu cansado de Pacheco, a prometer –pues Dios lo puede todo en campaña– la reparación de la rodilla de Falcao. Usted no soporta otro político que no rinda cuentas. Coquetea, como buen colombiano, con el voto en blanco, con la revolución del “no hay por quién votar”, con la enésima refundación del país. Entiende la abstención del 55 %. Y se siente tentado a reconocer que Colombia es una fatalidad, ya qué, que cada quien se pierda en el desayuno eterno y en la tarde contra el reloj de su propio 9 de marzo. Pero un momento: sepa que en 2010 sólo fue reelegido el 33,5 % de los congresistas de siempre, que ya se ha castigado a cinco partidos con cinco sillas vacías, que, en fin, la lenta Colombia va cambiando a pesar de sí misma. Y sí hay por quién votar. Sí hay candidatos consistentes, predecibles en el buen sentido de la palabra, como Antonio Navarro o Elizabeth Castillo o Juan Pablo Salazar o Claudia López o Ángela Robledo o Angélica Lozano o Iván Cepeda. Y hay que seguir votando por personas como ellos, los domingos que vengan, con la esperanza de que un día lejano ningún voto tenga precio.
www.ricardosilvaromero.com
Ricardo Silva Romero
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