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'La novela negra tiene que ser mestiza'

Paco Ignacio Taibo II compartió su experiencia escribiendo novelas policiacas.

A la hora de bautizar a su detective Héctor Belascoarán Shayne, el escritor mexicano Paco Ignacio Taibo II (1949) eligió un nombre difícil. “Dije: si alguien se acuerda de su nombre después de leer la novela, ya la chingué –explica–. ¿Por que quién recuerda a alguien llamado así? Si un locutor de radio es capaz de pronunciarlo quiere decir que es la gloria. Mientras que si lo llamo Pepe Ramírez, la gloria es barata”.
Esa búsqueda por salirse de lo fácil es lo que Taibo predica, no solo a partir de los retos literarios propios que lo llevaron a proponer otro tipo de novela negra, sino en sus charlas, como las que dio en el reciente Carnaval Internacional de las Artes (Barranquilla) y en su encuentro con lectores en la Biblioteca Luis Ángel Arango (Bogotá). Desde sus comienzos, Taibo se decantó por las historias policiacas, que parecían reservadas para autores anglosajones (la primera crítica que recibió en México le reprochó haberse atrevido a meterse en un género que no era para latinoamericanos). Pero Taibo siguió trabajando en su propia idea de la novela negra latinoamericana y en el camino, Belascoarán brilló durante diez libros y desapareció: el autor se dio cuenta de que él envejecía y su personaje no.
“Creció durante diez novelas –dice sobre el detective–, pero no escribo la decimoprimera porque no sé cómo ha cambiado. Hice trampa continuamente: le cambiaba la edad, escribía otra historia que ocurría un poco antes. Era un personaje que se movía bien entre los 30 y 40 años. No sé qué hacer ahora con él, que debe tener como 60. No sé si contar historias que sucedieron antes o falsearle la biografía. A veces me pregunto si podría reajustarlo a nuestros tiempos. Lo intenté y no pasé de la primera página”.
¿Por qué los autores de novela negra acuden a un personaje como protagonista de varias historias?
En mi caso porque me interesaba el concepto de saga: ver cómo evolucionaban él, la ciudad en la que vivía y cómo cambiaba el país. Me interesaban esas transformaciones porque al tiempo trabajaba en un retrato de México de los 80. Así podía hacer una novela de 10 capítulos y 1.500 páginas.
Usted nació en España, pero es mexicano. ¿Por qué fundó la Semana Negra allí y no fundó el festival en México?
Porque el problema fundamental para los escritores de literaturas de género (negra, fantástica, histórica o de ciencia ficción) era que en el mundo hispanoparlante la conexión era cero. Hacer un festival en Europa me permitía tender puentes entre varias cosas: entre América Latina y España, el mundo occidental y la Europa Oriental, entre las literaturas negras de los países tradicionales (Inglaterra y Estados Unidos) y la emergente del marco latino (italianos, españoles, latinoamericanos). Esa posibilidad de tender puentes se hacía mejor desde España. Fueron 25 años tendiendo puentes.
¿Qué balance hace de esos 25 años?
Fueron maravillosos en términos de conexión. Puedo decir que una docena de autores colombianos estuvieron en Gijón a lo largo de los años, cosa impensable antes. Se relacionaron con autores que no hubieran conocido fuera del Festival: ingleses, franceses, turcos, checos, magrebíes... El puente funcionó con los autores, pero no con las editoriales. Aunque algunos de esos autores se hicieron conocer en España. Les abrimos puertas. Hablo de Mario Mendoza, Juan Esteban Constaín, Santiago Gamboa, Jorge Franco, Naum Montt y Toño García.
¿Extraña la dirección?
Cuando diriges por 25 años un festival, el peligro es volverte una piedra clásica y no un director de festival que tiene que tener ideas originales cada año. Y yo estaba flaqueando, cinco años atrás quería irme y mi equipo me frenaba. Finalmente me rebelé y coincidió con que quería participar en un movimiento político en México, un frente de izquierda, y no podía dedicarle tres meses de mi vida a un festival en España.
Después de estas experiencias y de la interrelación con tantos autores, ¿cuáles son los errores más frecuentes intentar una novela negra?
Imitar el modelo del bestseller norteamericano es lo más triste. Es un modelo ya superado, pobre de anécdotas, de atmósfera y de personajes secundarios. Para hacer novela negra de verdad, tienes que clavar los dedos en tu país y de ahí arrancas hacia afuera y no al revés, no de un modelo hacia adentro.
Entonces, ¿qué debería tener una novela negra?
Anécdotas riquísimas, complicadas barrocas, tal como nuestros países son. Una construcción de atmósferas muy potente. Que nuestras ciudades se vean, se sientan. Un cúmulo de personajes secundarios muy fuertes. Un corte diagonal de la sociedad, del palacio a la villa miseria y que lo cubra en términos de geografía, pero también en términos de lenguaje. Debe aprender a desconcertar al lector para no volverse previsible. La novela negra tiene un problema en términos de esquema: la parte más fuerte está al principio porque construyes el enigma. Luego están las peripecias que llevan a la resolución y luego sí el final explicativo. Ese esquema es el gran riesgo porque te conduce a construir una literatura previsible. Romper esa curva de descenso que tienen todas estas novelas, en las que el lector sabe que el final es peor que el principio implica un montón de imaginación.
Además, hay que hacer más mestizo al género: introducir en ella elementos de la novela social, la histórica, la antropológica, mezclarla más. La pureza nunca ha sido una buena madre para un género literario.
¿En qué momento de su carrera se formó usted este ideal de la novela negra?
Después de la saga de Belascoarán hubo una serie de libros de búsqueda de otra manera de hacerla. Lo mejor que he escrito son dos de esa época: Cuatro manos (1990) y Retornamos como sombras (2001), en esta última está lo que ando buscando, algo más mestizo.
¿Qué les faltó a sus novelas anteriores?
No sé, no he releído mis novelas de Belascoarán. Me da miedo porque de pronto me sale una autocrítica muy pesada y temo quedar a disgusto con lo que he hecho. Pero con la segunda etapa estoy más contento porque están más cerca de lo que soy como escritor. Son novelas de mucha peripecia, de un montón de anécdotas cruzadas. Son “novelas río”, donde muchas historias confluyen en una sola. Están más cerca de lo que me gusta leer.
También ha hecho biografías exitosas -Pancho Villa, El Che, por ejemplo-. ¿Por qué impactó tanto la del Che?
Fue buena en el sentido de que fui en tanta profundad como pude. No me callé nada. Lo conté todo. Encontré maneras narrativas para hacer de la historia de un personaje algo sorprendente. Me decían: Pero ya sabemos cómo murió, la historia está contada. Respondía: léela y vas a ver si la conoces. Una cosa es la visión esquemática y empobrecida que tenemos y otra es la explicación de los porqués. La historia del Che tiene muchos momentos apasionantes, que no están donde pensábamos: no tanto en su fin heroico en Bolivia, sino en la historia que viene con la invasión, cuando se desprende de la columna en la Sierra Maestra en Cuba y se va hacia las villas. Un mes y medio de vagar en un país dominado por un ejército enemigo es apasionante.
¿Cuál fue el mayor reto de esta biografía?
Que parecía que todo estaba contado y estaba todo mal contado.
¿Por qué escogió al Che?
Así como los niños católicos escogen a San Francisco de Asís. Yo era un niño de izquierda, ¿a quién más escoger? El Che era el personaje de mi adolescencia, el problema era atreverme a escribir críticamente.
¿Admirarlo pudo ser un problema si encontraba cosas que no quisiera haber descubierto o escrito sobre ese personaje?
No, porque hice un pacto conmigo cuando empecé: ni el Che merece que lo edulcoren y le echen azúcar, ni yo me lo merezco como escritor, ni se lo merecen los lectores. Ese es el pacto: lo que encuentres lo cuentas.
LILIANA MARTÍNEZ POLO
CULTURA Y ENTRETENIMIENTO
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