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Retrato al genial Pacheco, por Daniel Samper

El escritor y periodista realiza la semblanza sobre su entrañable amigo, que murió esta semana.

DANIEL SAMPER
Pacheco con un micrófono. Pacheco con una guitarra. Pacheco con un paracaídas. Pacheco con un capote. Pacheco con un balón. Pacheco con una cresta verde de punki. Pacheco en frac. Pacheco en guayabera. Pacheco en sudadera. Pacheco con grandes artistas. Pacheco con presidentes. Pacheco con deportistas famosos. Pacheco con reinas de belleza. Pacheco con gente de la calle. Pacheco con una lora que pedía gelatina. Pacheco con su perro san Bernardo. Pacheco con gatos, canarios, armadillos, cacatúas, curíes… Pacheco locutor de noticias. Pacheco comentarista taurino. Pacheco en bicicleta. Pacheco a caballo. Pacheco en patines. Pacheco en camello. Pacheco cantante, Pacheco payaso, Pacheco bailarín, Pacheco bombero, Pacheco boxeador, Pacheco campeón de ping-pong…
Los colombianos nos acostumbramos a ver mil caras de Pacheco y, detrás de ellas, un solo Pacheco verdadero. ¿Cómo era Pacheco, el verdadero Pacheco?
El ascenso de Kid Pecas
La historia del verdadero Pacheco habría podido ser muy distinta si no hubiera intervenido en ella la suerte neta. Desde el colegio, donde fue pésimo alumno, pintaba como oveja negra de una familia formada por un padre madrileño riguroso y trabajador que llegó a ser administrador de EL TIEMPO, Doroteo González-Pacheco; una madre, Inés Castro, emparentada de cerca con el expresidente Eduardo Santos y un hermano mayor médico.
Flojo para los estudios y bueno para la parranda, Pacheco vivió una juventud azarosa. Aprendió a tocar guitarra y señoras y a cantar sones cubanos y boleros, de los que luego grabó un disco. Data de entonces su pasión por Yo tengo ya la casita, convertida más tarde en su himno personal. Fue portentoso trompadachín en las célebres peleas que se armaban en el restaurante Tout va bien (avenida de Chile con carrera 7.ª, ya demolido) y se fijó como modelo a individuos bien parecidos, hábiles en los deportes y exitosos con las mujeres, como su primo Hernando Murillo, el papá de Misi, la compositora.
Convencido de que podría correr mejor suerte con los puños que con los libros, se matriculó en un torneo de boxeadores aficionados bajo el nombre de Kid Pecas. No bastó el alias para engañar a don Doroteo, quien una noche presenció cómo le daban una zurra a su hijo en el cuadrilátero y lo disuadió de seguir el camino del nocaut.
Luego de trashumar en otros pequeños fracasos, y cuando ya rondaba los 30 años, se enroló en la Flota Mercante Grancolombiana. Fungía como ecónomo y era el más querido y el más divertido de la tripulación. Navegaba en el mar cuando, por casualidad, conoció en una travesía a Alberto Peñaranda, a la sazón hombre fuerte de la tele en tiempos del blanco y negro. Peñaranda creyó intuir en ese flaco de ojos tristes y voz alegre un don especial para despertar la confianza y el cariño de la gente. No se equivocaba.
Así llegó Pacheco a los sótanos de la Biblioteca Nacional, desde donde se transmitían los programas en riguroso directo. El nuevo medio tenía la edad de una quinceañera y Pacheco descubrió en él la más fascinante de sus aventuras: un lugar donde podía convertirse en el personaje que quisiera, sin dejar de ser él mismo. Empezó entonces su recorrido de animador y artista por toda suerte de escenarios: el hipódromo, las plazas de toros, los grandes musicales, los concursos, las entrevistas, las telenovelas, los espacios para niños, los bazares zoológicos, los programas de variedades, los telecircos, los deportes…
Eran tiempos inolvidables de la televisión. Los de Alicia del Carpio y Yo y tú; los de Gloria Valencia y sus programas ecológicos y culturales; aquellos en que el padre Rafael García-Herreros parecía adivinar los pecados de los televidentes con su mirada inquisidora.
Por una cabeza
Pacheco empezó a encadenar éxitos. Explotando su autoproclamada fama de feo y su gracia personal pasó a encabezar la precaria lista de los hombres más sexis de Colombia. Le encantaban las mujeres y la juerga, pero hay que decir en voz alta que nunca incumplió un compromiso profesional. En ese sentido y en muchos otros –su desdén por el lujo y la apariencia, su “torpe aliño indumentario”– fue la negación del divo.
En pleno goce de su estallido como personaje famoso, Pacheco pudo haber corrido una suerte trágica. Ocurrió en un edificio de Bogotá. Acababa de visitar a una dama con la que se tomó algunos tragos y libertades, y divisó por la ventana la luz del alba. Uno de sus credos era el de amanecer siempre en el apartamento que compartía con su padre en la avenida Jiménez con carrera 4.ª. Se vistió pronto, salió del lugar y timbró al ascensor. Pero el ascensor no llegaba. Curioso, introdujo la cabeza por el espacio que dejaba un vidrio roto en la puerta del elevador y no vio máquina alguna. No bien había retirado la cabeza del hueco, cuando bajó el ascensor y se detuvo frente a él. Acababa de salvarse de la guillotina por escasos segundos.
Fue un tropezón metafísico para Pacheco. Se le pasó la borrachera, se puso pálido y se sentó en el suelo a meditar lo que habría sucedido si, unas horas después, los vecinos del piso hubieran encontrado un cuerpo decapitado cuya testa reposaba doce plantas más abajo, entre cables eléctricos, trapos y resortes.
No sé si en ese momento tomó la decisión de ajuiciarse, pero lo cierto es que unos meses más tarde, en 1972, se casó con Liliana Grohis, reina de belleza de Cartago, con la que compartió 35 años de su vida.
Pacheco, el mamagallista
A diferencia de muchos personajes públicos que en privado se despojan de la sonrisa de vitrina y se convierten en seres mustios o amargados, Pacheco se parecía sorprendentemente a Fernando González-Pacheco. Se sentía pleno en las reuniones pequeñas con amigos. Era simpático, carismático, ingenioso y campechano. Reía a grandes carcajadas y, despojado del cinturón de castidad de la corrección política –que siempre vistió en sus presentaciones por televisión–, su vena de mamagallista crecía y revelaba una capacidad satírica insospechada.
Le encantaba agarrar entre ceja y ceja a uno de los contertulios y repetir alguna frase que esgrimía cada vez con más gusto. Alguna vez que pasó unos días en Madrid acudimos a un restaurante de los que tienen velitas en las mesas. Ya instalados, le dijo a uno de mis hijos: “Toque esa llamita y verá lo que pasa”. El sardino le obedeció y de inmediato retiró el dedo adolorido:
–¡Ay, me quemé!
Era lo que Pacheco esperaba. Pasamos toda la noche riéndonos (inclusive mi hijo) con su tomadura de pelo y su reiterada imitación de la queja: “¡Ay, me quemé!”.
Durante esas vacaciones, Pacheco fue el tipo sencillote y original que sus amigos adorábamos. Le cogió querencia a un bar bastante manteco donde descubrió que vendían pimientos gallegos y ya no quiso conocer restaurantes famosos. Después le dio por comprar zapatos para sus parientes y amigos en un pueblo de la Alcarria y regresó a Bogotá con un absurdo cargamento de calzado.
La mala racha
Su pasión era la generala, juego que nunca llegué a entender y en el que perdí todas las veces que me obligó a participar. Su equipo de fútbol, el Santa Fe, por supuesto. Aunque no formó parte de la junta directiva que presidió su primo hermano, vecino, consejero e íntimo amigo Guillermo ‘la Chiva’ Cortés, Pacheco fue siempre un militante activo de los colores blanco y rojo. Más de una vez vistió su camiseta en partidos preliminares en El Campín, donde tuve la suerte de hacer pareja de centrales con él. No era especialmente hábil, pero sí contundente.
Una de sus épocas más felices corresponde a los años ochenta, cuando compartió una modesta finca de tierra templada con la ‘Chiva’ y otros amigos. Más de un hueso –pienso en Bernardo Romero Pereiro– resultó roto en los febriles partidos de fútbol que disputábamos en una pequeña cancha bajo mandarinos y gualandayes. Más de una noche de risas, ron y canciones desveló a los gallos de la vereda. Más de una caneca de ajiaco se consumió para reponer fuerzas y mitigar guayabos al día siguiente.
Allí mismo, en esa finca llamada El Palacio del Zancudo en memoria de los pequeños helicópteros que zumbaban sobre el pellejo blanco de los visitantes, empezó la mala racha de Pacheco. En enero del 2000 las Farc secuestraron a la ‘Chiva’ Cortés y nada volvió a ser igual. Corrió la voz de que el objetivo de los criminales había sido en realidad el famoso animador, cuyo parecido físico con su primo era notable. Los vecinos dejaron sus casas, la región se volvió peligrosa, la finca acabó parcelada y Pacheco no regresó a ella.
Era la primera de una serie de desgracias. Después lo amenazaron y tuvo que exiliarse en Miami, antesala de una larga depresión. Posteriormente, alguien decidió que la televisión apostaba por formatos del nuevo milenio y no se necesitaba a Pacheco. Si hubieran consultado al público, habrían sabido lo que se confirmó esta semana: que Pacheco seguía siendo el rey. Pero ahora mandaban los “nuevos emprendedores” y personajes como Pacheco no se ajustaban a sus ideas de ofertar proyectos, generar sinergias y promover el marketing agresivo del producto.
El otro oxígeno
Así que lo fueron dejando a un lado. Quitarle la pantalla era como quitarle el oxígeno. Privarlo de este le causó la muerte biológica, pero privarlo de aquella le produjo la muerte sentimental. La depresión llevó a la ruptura con su mujer y la ruptura con su mujer a nuevas depresiones.
No sé si al marginarse Pacheco de la televisión sufrió más Pacheco o sufrió más la televisión. Alejado de su medio, donde florecía y crecía, Pacheco se marchitó. Le dio por encerrarse y aislarse. Solo su familia y unos pocos amigos lograban asistirlo. El fallecimiento de la ‘Chiva’, el año pasado, le quitó uno de sus contactos con la vida. Solo en los últimos meses volvió a salir, a dar unas pocas entrevistas y a recibir algunas visitas.
Pero el Pacheco que murió el martes era apenas una sombra de aquel hombre divertido, entrañable e inolvidable que durante tantos años ayudó a alumbrar el país y del que nos despojaron prematuramente.
DANIEL SAMPER
Escritor y columnista de EL TIEMPO
DANIEL SAMPER
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