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A la hora del ejercicio, para algunos, el dolor es poder

Un escritor recuerda su pasado como pesista y la satisfacción de la autotortura.

PAUL BRITO
 A los 15 años entré al mundo de las pesas y desde entonces he conocido toda su fauna barrial. Comencé a entrenar en casa de un vecino de mi edad. Sus hermanos mayores tenían un equipo y era cuestión de tiempo que él también comenzara a entrenar. Mientras la mayoría de muchachos de nuestra edad jugaban fútbol o béisbol, Álex y yo nos martirizábamos en un cuartucho caluroso, ahumado de sudor y óxido.
¿Qué buscábamos? En principio conjurar la flacura y gustarles a las muchachas. Luego, no estoy seguro. Sin embargo hay una recompensa casi inmediata, un momento al final del entrenamiento en que uno se siente más vivo: se han canjeado las dos horas largas de ejercicios por unos minutos de euforia. Quizá es el mismo tipo de inversión que hace un sabio cuando cambia las horas de estudio y desvelo por un segundo de revelación, de lucidez.
Álex no solo tenía esa obsesión por verse bien y sentirse mejor. Tenía también una obsesión por la igualdad. Cuando era mi turno con las pesas, contaba mis repeticiones para verificar que estuviéramos haciendo la misma cantidad. Si en la última tanda yo realizaba una de más, él retomaba el ejercicio y realizaba una última repetición. En realidad, todo comehierro tiene la misma obsesión niveladora de Álex. Sin ella, no podría dedicarse a un deporte donde hay que completar rigurosamente series, tandas y repeticiones con un afán casi industrial. Ya de entrada todos los pesistas somos maniáticos, pues el culturismo, más que cualquier otra cosa, es un hábito masoquista, como el picante o el sacacejas.
Después de un tiempo de entrenar con Álex me independicé. Compré una máquina nueva en el primer SAO que apareció en Barranquilla y le compré un lote de pesas a un vecino que me las dio con la misma urgencia de alguien que se está deshaciendo de un juguete diabólico. Empecé a entrenar en mi propia casa dentro de un cuarto que no tardó en volverse otro cuchitril. Como necesitaba alguien que me ayudara con los ejercicios, invité un día a un flaco de cuello largo que siempre estaba mirando lejos en la esquina y a quien las mujeres no determinaban ni para preguntarle una dirección.
Por ser tan novato, Yamil no hacía bien los ejercicios y me asistía mal, desnivelando la barra. Azuzado por la sangre caliente del entrenamiento, terminaba regañándolo más de la cuenta. Dos días después, Yamil no quiso volver. Fui a buscarlo a su casa, lo saqué de debajo de la cama y lo traje casi de la oreja: “Ven, tienes qué hacer. Ya no puedes cambiar esa cara, pero todavía puedes hacer algo por tu cuerpo”. Esas palabras, al parecer, lo animaron y comenzó a apegarse a las pesas. Con el tiempo se volvió más adicto que yo.
Yamil no fue la única criatura extraña que pasó por mi gimnasio casero. Álvaro era como un narrador deportivo de sus propias jornadas, no dejaba de hablar ni de animarse a sí mismo en pleno fogueo: “Un poquito más, dale, dale, pilas, arriba, arriba, así, un poco más, ánimo, tú puedes”. A pesar de todo su ánimo, tenía la misma barriga de un poni parado en dos patas, así que le aconsejábamos:
–Álvaro, tienes que hacer abdominales.
–Eso no me gusta –respondía–. Me gusta que me queden los yines apretaditos.
Otro de los pesistas exóticos que pasaron por mi casa fue Harold. Lo raro en él era que, por alguna razón, nunca se le hinchaban los músculos sino los pómulos. Salía de mi casa con la cara y no con el cuerpo de Rocky. Cuando hacíamos el ejercicio más pesado, silbaba para darnos a entender que iba sobrado, aunque en ese mismo momento se estuviera herniando. Un día pasó por un gimnasio donde estaban iniciando una competencia. Se anotó y comenzó con la primera prueba: unas sentadillas. Le colocaron el primer peso y pudo. Lo aplaudieron. Se infló de orgullo. “Quiero dos discos más de cada lado”, dijo animado. Los jueces le aconsejaron: “Uno por uno”. Él respondió: “Nooo; conozco mi cuerpo”. Le pusieron el peso deseado y casi se le fracturan los pómulos.
Había otro pesista aficionado al que llamábamos Roloco. Más que alzar pesas, se colocaba al lado tuyo, hombro con hombro, y levantaba la manga de su camiseta para rascarse. Al hacerlo, te remangaba disimuladamente la tuya para comparar el volumen de los brazos.
Alberto Mario era quizá el más extravagante de los que llegaban a mi casa. Siempre andaba con una pierna lesionada y, sin importarle que fuera a quedar deforme, hacía sentadillas con la otra. Nos animaba a ir más allá de nuestros límites, de nuestras fuerzas, de nuestra mente, con un lema que le gustaba repetir y restregarnos cuando ya no podíamos más: “¡Dale, dale, que el dolor es poderrr!”.
Quizá la idea le venía de aquel documental sobre Arnold Schwarzenegger, cuando este se refiere a las últimas repeticiones al borde del fallo muscular como las que de verdad aumentan la talla del músculo, las que valen: aquellas que se hacen más con el alma que con el cuerpo. Después de estirar el tiempo en arduas y minuciosas repeticiones, y de multiplicar los latidos del corazón en el confín de un paro, todo tu cuerpo se vuelve un corazón palpitante, lleno de vida, de tiempo renovado, de poder.
Cuando volvió mi padre del extranjero después de varios años ausente, no había espacio donde tener las pesas ni la mesa de ejercicios, de modo que pasaron a casa de Yamil. Yo había comenzado con otro hábito masoquista: la escritura. Y ahora era Yamil a quien le tocaba venir a sacarme de la oreja. Aburrida la mamá de que las pesas le rompieran las baldosas, el equipo pasó un día a la casa de Memo, uno de esos amigos que siempre estaban jugando fútbol o voleibol, y nunca le había prestado atención a un deporte que tachaba de “aberrante”, pero a cuyo influjo morboso al fin había sucumbido.
Hoy, después de 23 años de comprada, la mesa de ejercicios sigue viva, como un veterano de guerra, como el esqueleto de un tiranosaurio que se rehúsa a desaparecer. Mariano, un primo menor, hace pesas con ella y me dice que está ilesa, a pesar de todo el sufrimiento que ha soportado. Yo ahora vivo en otro barrio y tengo solo una mancuerna con dos pequeños discos, troto y hago barras y flexiones para mantenerme. Pero, aún así, sospecho que sigo dedicado a las mismas jornadas extenuantes, pues al escribir un texto, al redondear una frase, realizo más o menos el mismo esfuerzo de antes, aunque con el músculo más importante del cuerpo. El cuarto donde entreno no está ahumado de sudor ni óxido, y lo único que cargo son lápices y tazas de café, pero a veces cuando me ha agarrado la madrugada y no he terminado un texto, y ya no aguanto más el cansancio ni el sueño, ni el dolor de cuello, ojos, espalda, cabeza y hasta de alma, me digo lo mismo que Alberto Mario nos gritaba para animarnos: “¡Dale, dale, que el dolor es poderrr!”.
PAUL BRITO
PAUL BRITO
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