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Cultura del fraude

Abel Veiga
Dónde y cómo empezó, por qué se tolera y casi bendice, por qué somos así el españolito medio, de a pie pero también de no a pie. Es la España quejumbrosa, la misma de los canjilones somnolientos de charangas varias y panderetas apócrifas, la misma que tolera la corrupción, la falta de ética y una moralidad relativizada hasta el mínimo. Cultura del fraude, de falta de moral, de jugar a reírse y al engaño de todos. Mediocridad y pérdida o carencia absoluta de valores. Nos devaluamos a nosotros mismos. Engaño y manipulación, tergiversación espuria y tráfico de influencias, recomendaciones y vacuidad de escrúpulo alguno. Dedismo y mirar hacia otro lado. Adolecemos de una regeneración que siempre se enuncia y nunca llega. Nos arrodillamos ante nuestra propia vanidad, ante nuestra propia y contumaz indiferencia. Sólo importan el yo, el hombre desnudo, sin dignidad y sin conciencia con tal de que ganen el yo, la egolatría rampante y estéril sin embargo. No importan los demás.
Acaban de hacerse públicos los datos que confirman y constatan la pauta media del ciudadano. El fraude, la economía sumergida. Algunos llaman de subsistencia. Que la hay ahora mismo y con una crisis que ha menguado el estado de bienestar, ese mismo que era objeto de abuso y fraude, sinvergonzonería y ausencia eficaz de control por quienes tenían que fiscalizar. Todo es mentira, o casi todo, trampa y mezquindad, engaño y submundos más allá de seguridades sociales, impuestos y desempleos. Se cobra este y se trabaja o se rechaza esto. Lo sabemos. Pero no culpemos a ese españolito al fin y al cabo inerme y más descuidado, porque aquí, en este yermo permanente de vaguedades estamos todos. El fraude también está en grandes corporaciones bien asesoradas en la ingeniería fiscal y jurídica y en la elipsis de cuantiosas y abigarradas operaciones mercantiles que permiten frenar la voracidad recaudatoria. Pero no todos tienen esta oportunidad. El conocimiento y la capacidad de pagarlo a quien lo tiene y soluciona. Pero lo fácil es mirar siempre hacia otro lado. Cuando no caer henchidos en la demagogia más profana y a veces ideológica sectaria, pues nada se arregla si la única solución es gravar y gravar rentas más altas. Urge esa reforma fiscal que tanto se augura, pero que no alborea. Urgen la reflexión y la sensatez, amén de la cultura de la educación, la integridad y la rectitud. En todos los aspectos de la vida, tanto privada como pública, pero máxime en esta si queremos que el ciudadano vuelva a confiar en el público y en lo político, cauces distintos sin embargo. Urge esa mayor proporcionalidad y redistribución correcta basada en la equidad. Una presión fiscal galopante, por mucho que se diga que es más baja que en el resto de Europa, no es la solución ni hoy ni sobre todo mañana. Hecha la ley hecha la trampa, o como algunos dicen, se trabaja en el paro. Especialistas del paro, de la economía sumergida, de la contratación simulada o fáctica pero sin seguridad social o cotizaciones. Nadie se extraña ni se rasga vestiduras de hipocresía. Con o sin Iva. Sempiterna pregunta que todos contestamos como sabemos que contestamos. No seamos cínicos de media tinta.
¿Por qué quedan al margen del control de Hacienda más de 250.000 millones de euros? ¿Qué está fallando, sólo la actitud ciudadana, también el control mínimo o inexistente, o habiéndolo no llevado a sus últimas consecuencias, o la verdadera esencia de una sociedad hastiada de todo, recostada en el conformismo, cansada de la situación actual pero que no es capaz de hacer autocrítica y reflexionar? Lo malo es que la fiesta no se acaba. ¿Saben ustedes qué sucedería si esos miles de millones no se eludieran o disimular impositivamente? Hablemos de recortes draconianos. Pero quién sabe, quizás hasta estaríamos más endeudados tras la bacanal de despilfarro y desastre en que vivimos la última década.
Hemos vivido en un permanente nirvana de autocomplacencia y exageración del todo por el todo. Se tolera la corrupción, incluso parece que se la bendice, jalea y aplaude. Hemos tenido comportamientos tan irresponsables como indecentes. Se ha erosionado nuestro modo de ver y vivir porque todo era simplemente artificial. Hemos sido ciegos viendo, hemos sido sordos escuchando, hemos mirado hacia otro lado interesadamente. Lo hemos querido, lo hemos aceptado activa y pasivamente, tal vez por un ebúrneo sectarismo, tal vez por el maniqueísmo propio del ser humano. Nos hemos plegado y encerrado en nosotros mismos, y hemos, sobre todo, dejado hacer. Hoy pagamos las consecuencias del exceso y del vacío. Un sistema de valores que hemos erosionado lenta pero inexorablemente en los últimos años. Una sociedad abúlica de demasiados yos, de demasiados egoísmos y falta de solidaridad.
¿Hemos aprendido la lección?, ¿o ni siquiera somos capaces de extraer lección alguna de todo lo que está pasando? La podredumbre de la corrupción, de las malas prácticas políticas, sociales, económicas, financieras, regulatorias, gestoras, empresariales y no empresariales, la pasividad de los propios partidos y los gobiernos en cualesquiera de las arenas políticas, y la permisividad de la sociedad nos han llevado a todo esto, eso sí, con la anuencia de una opinión pública que, aún sin ser cómplice y partícipe de todo, ha preferido mirar hacia otro lado.
Nos hemos instalado en la oquedad de reflexión, de falta de valores, de ausencia de crítica, de carencia de responsabilidad, de autocomplacencia hedonista y egoísta simplemente. Nos hemos degradado en lo político y en lo moral, en los valores como ciudadanos y en los principios como sociedad. Hemos incluso atacado el reducto de la familia. Lo último y, sin duda, lo más genuino en sus lazos, símbolos y valores. Es la sociedad donde vivimos y donde de no cambiar y actuar como propia sociedad civil, actor siempre relegado y ofuscado por otros, condenaremos a nuestros propios hijos y nietos a lo mismo. La herencia que tolera y aplaude la corrupción y la trampa, la cultura del fraude. Es triste.
Abel Veiga
Abel Veiga
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