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Las lauritas, otras mil santas que heredaron su obra

Las lauritas están repartidas por el mundo, especialmente en comunidades indígenas y negras.

Zulién Aroyave y Margarita Ruiz salieron de Inzá (Cauca), en un bus escalera, con destino a Popayán, a donde iban a hacer mercado para su misión. Cuando atravesaban el páramo de Guanacas, un soldado que iba en el mismo vehículo, sin uniforme, se asomó por la ventana y disparó contra varios guerrilleros que estaban a la vera del camino.
Los subversivos detuvieron la ‘chiva’ y asesinaron a casi todos los pasajeros, incluidas las dos religiosas, que se resguardaban del frío bajo unas pesadas ruanas blancas, que cubrían sus hábitos.
La tragedia, ocurrida en 1996, es contada por Martha Galvis, una de las encargadas del convento de la madre Laura, en Medellín. Según ella, el propio ‘Tirofijo’, entonces líder máximo de las Farc, fue al entierro en Popayán, vestido de civil, para pedirles perdón a las lauritas.
Así, en medio de la sangre y el fuego, sobreviviendo a las inclemencias de la selva o entre la miseria y el hambre que padecen los más pobres de Colombia y el mundo, las misioneras de la madre Laura le hacen honor a su santa. La hermana Ayda Orobio, madre superiora de las mil lauritas que hay en 21 países de América Latina, África y Europa, cree que la canonización de su fundadora será una especie de patente para ejercer su apostolado en una forma más libre.
“Nos movemos en terrenos donde hay guerrilla y paramilitares. Y no todos esos grupos ni todos los sacerdotes comparten nuestro ideal de estar donde nos necesitan las víctimas. Nos han dicho: ‘¿Por qué no hacen como todas las monjas y se quedan en un colegio?’ ”, cuenta Orobio, oriunda de Buenaventura.
“En algunos lugares, sobre todo en los más alejados, el único centro de salud es el nuestro. Si llega un soldado con una bala, la hermana lo cura. Y si llega un guerrillero en las mismas condiciones, la hermana lo cura. No podemos dejar morir a nadie”, dice. Por eso, las han tildado de monjas vendidas al Gobierno y hasta de ‘farianas’.
A Martha Valencia, una barranquillera de 60 años, que lleva 42 de vida religiosa, le tocó ver cómo la guerrilla se llevaba a cinco jóvenes indígenas, incluida una mujer, en el 2002. “Me fui a buscar al jefe y le dije: ‘Mire: nosotras venimos trabajando muy duro con esos muchachos para que se eduquen y salgan adelante. Usted no puede meterlos en una guerra que ellos no quieren’ ”. Así consiguió que se los devolvieran, pero dos de los cinco prefirieron enrolarse: la muchacha, porque tenía novio guerrillero, y el otro, porque creía que iba a conseguir plata.
A otra laurita, Stella Trujillo, casi la matan en un ataque de la guerrilla contra Caldono (Cauca) en 1998. “Una pipeta le rompió el cráneo. Tuvieron que rasparle la cabeza. Sobrevivió, pero no volvió a ser la misma... No entiendo cómo no hay hermanas con enfermedades psiquiátricas, con todo lo que han visto y padecido”, se lamenta Orobio.
Las lauritas están repartidas por el mundo, especialmente en comunidades indígenas y negras. Sus labores no se limitan a la catequesis. Siguiendo la vocación de su fundadora, montan centros de salud y colegios y dirigen proyectos comunitarios, como acueductos veredales y la introducción de nuevas técnicas de agricultura.
A Carmen Sofía Camacho la enviaron a África a los 23 años. Hoy tiene 66 y casi 50 en la comunidad. En el bajo Congo, en la misión de Kionzo, padeció la guerra civil de Angola, que dejó más de 3.500 muertos entre 1975 y 1978. En medio del conflicto, hubo un año en el que no cayó agua y les sobrevino una hambruna terrible. A varios niños se les apagó la vida entre sus brazos, sin poder hacer otra cosa que orar por ellos.
En Dabeiba, donde la madre Laura inició su obra con los emberas, las lauritas tienen un colegio para niños y jóvenes indígenas, escuelas y una sede donde atienden a las víctimas del conflicto; allí funcionan dos cooperativas de mujeres: una de recicladoras y otra de costureras, y un albergue para niños y jóvenes discapacitados.
Isabel Idárraga es una de las misioneras de Dabeiba. Tiene 30 años y es paisa. Cuando le preguntan que cómo es capaz de soportar la dureza de la vida en las misiones, lejos de la familia, responde: “La madre Laura es nuestra inspiración. Y realmente es más lo que uno recibe de la gente que lo que uno entrega. Ese es el gran misterio de la vocación”.
JOSÉ ALBERTO MOJICA PATIÑO
Enviado especial de EL TIEMPO
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