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El papa de oro y el papá adorado

El reciente e intenso ambiente religioso que crearon la boda de la hija del Procurador y la renuncia del papa me hizo recordar mis tiempos infantiles de monaguillo. Pues yo, como el doctor Alejandro Ordóñez, recitaba la misa en latín de arriba abajo, desde el "Introito ad altare Dei" hasta el "ite, missa est". Luego, la pubertad y el concilio Vaticano II me convirtieron en acólito rebelde, me alejaron de los ritos pomposos y me hicieron simpatizante de las prédicas sociales de una Iglesia que nació entre pobres hace dos mil años y tenía como propósito defender a los desvalidos y los humildes. Es fácil hallar en los evangelios citas de Jesucristo que muestran su repudio a la opulencia y su amor por los desheredados de la fortuna.
Lo que vi en los últimos días, sin embargo, ninguna relación guarda con el cristianismo sencillo y generoso que predicaba y aplicaba la Iglesia antes de que, hace 17 siglos, el emperador Constantino le infligiera el irreparable daño de subirla al trono. Dejó entonces de ser incompatible servir a Dios y a la riqueza, y lo que era del César pasó a ser también asunto de Dios. Por eso, las imágenes del Vaticano rebosan lujo y circunstancia y se discute largamente qué hacer con el anillo de oro del papa cuando este deje de serlo. ¿Cómo? ¿El papa lleva anillo de oro? Supongo que san Pedro, el pescador, nunca lo imaginó.
En las próximas semanas aumentará el derroche de espléndidos símbolos y ceremonias. Y, para mayor pena de Dios, quiso la suerte que el despliegue universal de poder y riqueza coincidiera con otro más parroquial pero muy oportuno, que fue la boda de marras. Hablamos de un personaje, el Procurador, que a nombre de Dios -como si él hubiera licitado su vocería-, compara a los homosexuales con las bestias en un opúsculo publicado en el 2003 por la Universidad Santo Tomás (Bucaramanga). Dice también allí que el matrimonio entre gays llevará a legalizar el homicidio (p. 80); afirma que el aborto legal es un genocidio peor que el de Hitler (p. 20) y sostiene que el "Derecho Divino" (es decir, lo que el Vaticano mande) prevalece sobre la ley (p. 78).
La fastuosa fiesta matrimonial que ofrecieron él, su esposa y sus consuegros en el Country Club suscitó plurales escándalos. Algunos comentaristas se aterraron por el despliegue de poder terrenal en que convirtió el adorado padre de la novia la santa unión de dos cónyuges ante el Creador. Otros consideran inaceptable que quien se ha erigido en Supremo Vigilante brindara alegremente con sus vigilados (faltó poco para que una senadora saliera de la pista de baile a la cárcel). Otros más consideran que, dada la copiosa presencia de magistrados, allí se lanzó un nuevo partido: el partido de los jueces. En círculos sociales se critica el espectáculo de arribismo que significó ese sarao de misa en latín, opíparo banquete y baile con orquesta al que acudieron 630 famosos, vestidos de esmoquin y traje largo.
Yo me escandalizo en mi condición de antiguo acólito obispal. ¿Este mismo señor, todopoderoso y amante de la exhibición, es quien se proclama fiel intérprete de las enseñanzas del carpintero descalzo que invitaba a despreciar la vanidad de la riqueza? ¿Es él quien viene a darnos lecciones e imponernos sus creencias, látigo en mano, como agente de un Dios que habría condenado tanto boato?
Algunos se preguntan si es correcto que personas sujetas a la fiscalización del Procurador hayan abrumado a su hija y su yerno con regalos, algunos de estos, según parece, en gordos sobres. Yo lamento que el autoproclamado guía moral del país dejara pasar la feliz y cristiana ocasión de pedir a sus invitados que donaran la plata y los obsequios a pobres y enfermos. Y lo digo con la diminuta autoridad que me confiere mi condición de exmonaguillo posconciliar.
ESQUIRLAS. El nuevo ministro de Ambiente, Juan Gabriel Uribe, ha sido una grata sorpresa: a lo mejor será el hombre que arregle la anómala situación de algunos de nuestros parques naturales.
Daniel Samper Pizano
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