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Adiós al monstruo de Barranquilla

Acaba de fallecer en Barranquilla un hombre extraordinario. Músico, poeta secreto y filósofo intuitivo, su pintura mereció hasta el final de su vida la atención de algunos colombianos que jamás lo perdieron de vista, a pesar del desdén de los críticos de arte incapaces de valorar una obra rodeada de un halo mágico y religioso, y secretada al margen de las tendencias de la moda y de la vida cultural que suele estar erizada de malentendidos, farsas y vanidades.
Un cierto sentido de la pureza le dificultó a Norman Mejía el recibimiento. La actitud vital radical, la extraña manera de relacionarse con los demás y con el medio que permaneció sumido en la perplejidad ante su actividad febril lo condenaron al ostracismo en su casa barranquillera. Después de sufrir una injusta indiferencia. Y aun la animadversión pirómana de su vecindario: su casa en Puerto Colombia fue incendiada por unos facinerosos que confundieron con un brujo negro un santo insólito.
Quizás él mismo fue un poco responsable de la situación marginal que vivió frente a la crítica extraviada en los embelecos del estructuralismo y las torpes posturas que la estética de la posmodernidad atribuye al ingenio. Y frente al público que sin una orientación propicia permaneció indeciso ante su obra caudalosa, luminosa y multiforme. Desgarrada a veces. Y a veces tocada de un misticismo cósmico y sereno que acabó por volverlo inaccesible. Él aceptó el hecho a regañadientes, aunque sin aflojar ni hacer concesiones: entre la humildad y el orgullo.
Cuando en la década de los 60 obtuvo, sin cumplir 30 años, el primer premio del Salón Nacional con su Horrible mujer castigadora, y la adhesión entusiasta de la argentina Marta Traba, que a pesar de sus injusticias cerreras también fue una guía invaluable en la creación de una sensibilidad nueva en un país mojigato, Norman Mejía tuvo una breve fulguración, a la cual contribuyó en cierto modo la acogida de los integrantes del movimiento nadaísta, junto a otros artistas, como Pedro Alcántara y Álvaro Barrios. Entre todos, Mejía ocupó el nicho de un raro privilegio, por su valor para afrontar el horror y la experimentación y la ruptura, por la intensidad de sus visiones, por la manera rotunda de presentarlas en enormes formatos, y por su devoción por el accidente que lo emparentó con la pintura de la acción y el expresionismo abstracto. Un tiempo renunció al gigantismo y al desafuero testimonial. Entonces se entregó a pintar pequeñas tablas minimalistas cercanas a la estética zen, que mantuvo en reserva. Y poco a poco pasó a ser casi invisible después de ocupar un lugar de honor en la plástica nacional junto a Alejandro Obregón, Fernando Botero y David Manzur, tan distintos entre sí y tan diferentes de él mismo. Y al fin se convirtió en un pintor de culto, desdibujado en un aislamiento fabuloso, al cual tuvimos acceso un puñado de amigos que honró con su lealtad en ocasiones espinosa. Porque además no fue un hombre fácil de entender ni de tratar, como a veces sucede con las grandes personalidades. Y cuando creíamos acercarnos a su alma intrincada y a sus propósitos estéticos, daba un salto y transfigurado en otro proponía un nuevo escollo enigmático para no verse insertado en lo convencional, quién sabe. Tenía algo volcánico. Gozaba de una inestabilidad milagrosa, como ciertos fenómenos naturales.
¿Qué sucederá ahora con su obra, con las cinco mil pinturas y dibujos, con los poemas escritos en cuadernos enormes, con los experimentos musicales y la memoria de sus discursos tumultuosos, que hacían de él un sabio estrambótico detrás de una barba profética, alumbrada por la mirada infantil, que contenía también un enjuiciamiento al mundo atroz que le tocó vivir desde la lucidez, encabritado, espantado, escandalizado y admirable? El siempre ambiguo Kafka preguntaba de uno de sus personajes: ¿se retribuirá una vida tan fructífera con la exaltada redención del olvido?
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