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Editorial: Por una reforma que sirva

EDITORIAL
Avanza hacia su aprobación, en medio de intensas polémicas, el proyecto de acto legislativo con el cual se reforma la justicia en Colombia. En la semana que termina, el texto superó su quinto obstáculo.
Pero, a tres debates de completar su doble vuelta por el Congreso, todavía no hay claridad sobre los reales aportes de una iniciativa que se concibió como una cirugía de fondo del aparato judicial y que, sin embargo, entra en su recta final disminuida en sus aspiraciones y con artículos que podrían ir, incluso, en contravía del espíritu de la Constitución de 1991.
En un país donde el atraso de los procesos oscila entre dos y cinco años, dependiendo de si se trata de casos penales o civiles, es indiscutible la necesidad de un revolcón integral en el sistema que los administra. En todo el mundo, pero más en naciones como la nuestra, asoladas por las desigualdades, el conflicto interno y crímenes de todo tipo, una justicia que sea -así suene reiterativo- justa, rápida y efectiva representa un dique fundamental para evitar que las vías de hecho sean tenidas por algunos como el único camino efectivo para resolver conflictos y disputas.
Adicionalmente, en los últimos años, la imagen del tercer poder y su estabilidad se han visto afectadas por el célebre 'choque de trenes' entre las altas cortes y por escándalos en los que las actuaciones de algunos magistrados estuvieron lejos de la majestad que implica su papel como cabezas del Poder Judicial.
A resolver esos y otros puntos críticos apuntaba la propuesta que el Gobierno presentó hace un año, después de varios meses de consultas con la misma rama, la academia y expertos en la materia. La reglamentación de la tutela, la desaparición definitiva del cuestionado Consejo Superior de la Judicatura y la despolitización de la elección de magistrados de las altas cortes fueron algunas de las banderas con las que arrancó el Ejecutivo, pero que terminaron replegadas en medio de la intensa puja generada alrededor del proyecto.
Aunque, según el texto más reciente, se acabaría la Sala Administrativa del Consejo de la Judicatura, la Disciplinaria, protagonista de primera línea del 'carrusel' de pensiones y de otros escándalos, ha logrado asegurar su existencia. Incluso, llegó a obtener poderes adicionales que, tras las protestas del Gobierno, fueron corregidos en los debates posteriores. Y, salvo la propuesta de entregar facultades temporales para que abogados y notarios puedan hacer de jueces en ciertos procesos, a la que se oponen tajantemente la Corte Suprema y el Consejo de Estado y que podría tener problemas de exequibilidad en el examen de la Corte Constitucional, el articulado de hoy en día no plantea una solución de fondo para resolver el lío de la congestión judicial en el país.
En la búsqueda de mecanismos para garantizar la doble instancia en los juicios contra los congresistas -un derecho fundamental sobre el que hay pleno consenso-, se han aprobado en los diferentes debates fórmulas que van desde excluir casi totalmente a la Corte Suprema de los procesos penales, hasta la última, según la cual ese tribunal se convertiría en una suerte de supercorte, que investigaría y juzgaría no solo a los parlamentarios, sino al Fiscal General y a los otros altos magistrados, salvo los de la Corte Constitucional.
El mismo derecho a la doble instancia se aplicaría en los procesos de pérdida de investidura ante el Consejo de Estado, pero a última hora el Congreso introdujo una pena alternativa de suspensión hasta por seis meses, que el Ejecutivo y varios de los autores de la Carta del 91 consideran un esguince a la intención del constituyente de ese entonces de depurar la actividad pública a través de la 'muerte política' para los elegidos que violan la dignidad de su investidura.
Y asuntos como el de la ampliación por presunción del fuero militar, que salió del proyecto a pesar de la férrea oposición del uribismo, o la facultad para que la Policía pueda realizar "detenciones preventivas" hasta por 72 horas no solo son ajenos al espíritu inicial de la reforma, sino que le han generado innecesariamente la oposición de sectores preocupados por su impacto en el campo de los derechos humanos.
Frente a materias de semejante trascendencia, el Congreso, las cortes y el Gobierno tienen la obligación de lograr una reforma que de verdad le sirva a la justicia colombiana. El primero, cuyo derecho a ser protagonista de primer orden en la discusión no puede ser puesto en duda, está también en el deber de cumplirle a la democracia e impedir cualquier posibilidad de que el debate sea aprovechado por aquellos que pretenden que los controles disciplinarios y judiciales de los legisladores tengan menos dientes. Las segundas, que se mantienen al margen alegando que no han sido escuchadas, deben apoyar los aspectos positivos de la iniciativa -porque los tiene- y poner las necesidades del país por encima de eventuales vanidades personales y apetitos de poder.
Pero, sobre todo, el Ejecutivo, en cabeza del Ministro de Justicia, debe ejercer su derecho y su obligación de liderar el debate de una propuesta que fue suya en primer lugar, pero que ha dado pie a la inclusión de disposiciones que no necesariamente se atienen al interés de la ciudadanía.
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