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Precisar las metas

Socorro Ramírez
El presidente Santos ha repetido que de lograrse el acuerdo en La Habana “Colombia sería un país libre de cocaína”.
Las Farc en sus propuestas coinciden con peticiones de distintos sectores, como las de acabar con la fumigación, adoptar un programa de sustitución concertada y gradual de los cultivos para mercados ilícitos –financiado por el Estado–, que dé ingresos a los trabajadores vinculados a esa producción; proponen asimismo regular los usos lícitos de esos cultivos.
En cambio, no recogen el reclamo que hacen comunidades campesinas, indígenas o negras de una presencia estatal integral y de autonomía para adelantar negociaciones con el Gobierno y participar en la circunscripción especial de paz, el ordenamiento ambiental y el desarrollo sostenible de sus regiones. Quieren más bien colocarse como intermediarios entre el Estado y los cultivadores en la definición y manejo de todas las zonas de sustitución y regulación, de las cuales excluirían las explotaciones minero-energéticas y las Fuerzas Armadas, cuyo retiro inmediato equiparan con la desmilitarización de la política de drogas.
El acuerdo con las Farc tendrá más posibilidad de reducir el narcotráfico y la violencia, así como de ayudar a resolver problemas agrarios si traza metas realistas para desmontar el conflicto armado y su vínculo con la problemática de las drogas, en lugar de generar ilusorias promesas de un país sin drogas o de tratar de convertir a los pequeños productores en clientelas políticas.
El éxito del acuerdo en este campo habrá que medirlo por el logro de metas concretas que estimulen procesos simultáneos dirigidos a enfrentar todo aquello que les da capacidad a las economías ilegales y a los intereses mafiosos para interferir en el desarrollo de las regiones marginadas y manipular el poder político y económico.
Para estimular esos procesos es indispensable que las Farc rompan sus vínculos con negocios ilegales de drogas, gasolina, lavado de dinero, etc. y colaboren con el Estado para su desmonte; ayuden a desminar los territorios, respeten la autonomía de las comunidades y desde la actividad política aporten a la solución de problemas como el agrario.
Es decisivo que el Gobierno concrete planes regionales de desarrollo y paz sin fumigaciones y reformule la política de drogas. Para esa reformulación, los expertos han propuesto, además del acuerdo con pequeños productores, no criminalizar el consumo sino tratarlo como asunto de salud, educación y derechos humanos; impulsar alternativas al encarcelamiento para delitos no violentos asociados con drogas; liberar al Mindefensa y los organismos de seguridad de su dependencia de la guerra antidrogas; limpiar la inteligencia estatal de ‘chuzadas’ ilegales y concentrarla en la interdicción del narcotráfico y en el desmonte de violencia, corrupción, ‘parapolítica’ o ‘narcoeconomía’.
Son también fundamentales otros procesos de gran aliento: que los partidos se depuren de personajes vinculados a lo ilícito, los terratenientes no entorpezcan la restitución de tierras ni las reformas en el campo, la agroindustria no anule la economía campesina, los empresarios y financistas impidan que la economía legal siga blanqueando dineros, la sociedad rechace a corruptos y violentos y emprenda esfuerzos contra la inequidad.
Así, el efecto del acuerdo no se reduciría al retiro de las Farc del negocio ilícito, sino que ayudaría al trámite democrático de múltiples problemas y conflictos. Colombia ganaría credibilidad para estimular el examen de alternativas al paradigma represivo en Unasur y la Celac, en la OEA y la ONU, ahora que Obama abandona la retórica de la guerra antidroga y que Uruguay o Colorado han optado por regular los mercados de marihuana.
Socorro Ramírez
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