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Educación

¿Y para qué me sirve, a mí, la filosofía?

Es sensato reiterar que el pluralismo de la filosofía (de ella misma, no solo de sus especialidades) es una realidad desde la que hay que partir.

Es sensato reiterar que el pluralismo de la filosofía (de ella misma, no solo de sus especialidades) es una realidad desde la que hay que partir.

Foto:123rf

‘Si la filosofía peligra en Colombia, peor: será algo más en qué ser menos’, dice el analista.

Andrea Morante
La filosofía, en el fondo, no es inocente ni mucho menos inofensiva. Digo inocente en el sentido legal: no está exenta de culpa y, si no hay duda sobre su identidad, de seguro ha sabido lo que ha estado haciendo. La situación no es obvia aunque es comprensible: se la ataca y procesa tanto que los que pasan cercanos a las disputas llegan a la curiosidad y hasta se sienten interesados.
No hay que temerles a quienes la enjuician, a quienes justifican el mérito del escándalo y hacen gala del celo inquisidor. Suelen ser los filósofos mismos: se procesan a sí mismos, incesantes. A otros hay que temerles: a los burócratas con algún poder de decisión en el presupuesto, a los administradores –públicos y privados– que, incluso con buenas intenciones, quieren que la gente aprenda cosas útiles o, en todo caso, rentables.
Tampoco debería dejarse de lado a los prudentes padres de familia (¿quién quiere que su hijo se dedique a la filosofía?), que tienen sus variados motivos de preocupación.
En el símil que he utilizado personifico la filosofía (lo que tiene antecedentes respetables) y, precisamente, en la figura dramática del acusado. Pero mi recurso es útil y menos grave que otro: abarcar la prodigiosa diversidad de filosofías en una sola, la filosofía.
Que quede claro que es una forma de hablar, como la del inculpado, que me ayuda a enfatizar el punto: los que más inmisericordemente han atacado la filosofía son los filósofos mismos; es parte de su idiosincrasia ser implacables entre maestros y discípulos; y los colegas, honestamente e incluso de buena fe, se hacen descalificaciones recíprocas y perentorias. Si la filosofía peligra en Colombia o en Ecuador, por ejemplo, peor para Colombia o Ecuador: será algo más en qué ser menos.
Para la filosofía somos un lugar exótico y eventualmente acogedor. El problema serio será para los profesores de filosofía, para sus programas de investigación y de extensión; y para los ciudadanos que aspiren a ingresar en esa comunidad de diálogo y que a través del apoyo de dichos profesores aspiren a ese tipo mundano de revelación que significa acceder a una obra filosófica.
Es sensato reiterar que el pluralismo de la filosofía (de ella misma, no solo de sus especialidades) es una realidad desde la que hay que partir. Solo ello nos permite tratar de precisar cómo acercarnos fructíferamente a ella y, al tiempo, acercarla a nosotros.
Los contenidos, métodos y temas de la filosofía son tan discutidos y discutibles que las introducciones a ella –fundamentales en los proyectos pedagógicos– suelen derivar en recuentos históricos que nos dicen lo que ha sido la filosofía en contextos remotos, no lo que podría ser aquí y ahora. La estrategia histórica es una manera de ordenar temporalmente, sucesivamente, una multitud de significados que, de otra manera, son difícilmente manejables.
Pero esta es la dificultad de la que hay que partir: los seres humanos, tan proclives a las ofertas de certidumbre, no aceptan fácilmente el estudio de un repertorio de alternativas que nos conminan a elegir entre ellas y nos hacen responsables de nuestra elección. Y ninguna alternativa es segura o definitiva.
La filosofía es una ciencia que sigue buscándose a sí misma. La palabra que nombra a los filósofos, por ejemplo, incluye el temprano reconocimiento de que se es amateur, un sabio aficionado, un aficionado de profesión. Los escépticos no creen en la sabiduría pero, en cuanto filosofos, son amigos de alguien cuya existencia no afirman...
La filosofía, históricamente, ha servido a muchos señores: desde sierva de la teología en la Edad Media hasta sierva de la ciencia en el positivismo del siglo XX. Y ha sido descalificada o superada de varias maneras. A unas formas de hacer filosofía se las consideró infilosofías (Jaspers); a la filosofía tradicional, como a una enfermedad (Wittgenstein) que debía ser objeto terapia; otros consideraron que debía hacerse posfilosofía (Rorty) o antifilosofía (Onfray), y así sucesivamente.
Son formas drásticas de evaluación que la mantienen vigente. En el repertorio disponible nos viene bien la tesis de una filosofía de la filosofía, en la que insistió José Gaos, ya que es, entre otras cosas, cuestionarnos sobre nuestras relaciones posibles con las tradiciones filosóficas, las recibidas y con las que entramos en contacto.
Ante la diversidad de filosofías, debemos preguntarles a aquellos que se dedican a ella acerca de los modos en que hoy podemos acercarnos a las experiencias filosóficas. De seguro nos indicarán más tanteos prudenciales que dictámenes metodológicos.

Tres consideraciones

Si se trata de compartir pareceres, yo propondría básicamente tres consideraciones que deben marcar la aproximación a la filosofía: la importancia de las tradiciones, la dimensión institucional y la relevancia del lenguaje.
En relación con la importancia de las tradiciones, hoy más que nunca los estudios filosóficos deben tomar consciencia del lugar y el tiempo en los cuales se hacen, así como del lugar y tiempo en que se generan los insumos indispensables de su trabajo: las obras filosóficas.
Conocer es conocerse: decantar identidades. Uno no puede mejorar el conocimiento acerca de los demás sin antes mejorar el conocimiento de sí mismo: tal sucede con las tradiciones culturales. Estudiar y hacer filosofía en América Latina precisa saberse diferente a otras tradiciones, asumiendo la propia: nuestros antecedentes locales al hacer filosofía. No tenemos todavía una forma serena, imparcial, de relacionarnos con nuestra propia historia, especialmente para los ejercicios de iniciación filosófica.
La segunda consideración se refiere a la filosofía como una realidad institucional –un sistema de organización social, reconocido y sostenible– dentro de las tradiciones específicas. Esta dimensión es la que permite que, para buscar a alguien que hable en nombre de la filosofía, el interesado acuda a las facultades que así se denominan.
Esto no significa que nuestro pensamiento filosófico se reduzca a la actividad y producción institucionales. El ser conscientes de este aspecto es lo que nos hace abrirnos a experiencias de reflexión de naturaleza filosófica, genuinamente valiosas, como la literatura, por ejemplo (hay “filosofía”, aunque no lo denominemos así, antes y más allá de la filosofía institucional). Esto además, no excluye la polémica distinción entre “los filósofos” y los “meros profesores de filosofía”.
Lo dijo Alejandro Rossi: “Para bien o para mal, la filosofía se refugió en las universidades”. La complejidad y eficiencia institucional definen muchas diferencias entre las tradiciones; es un dato que debemos registrar con sensatez. Esto afecta el reconocimiento, la legitimación y el prestigio social de los discursos y sus autores. La filosofía pertenece, para decirlo con un término que explica Wallerstein, a la dimensión de la “geocultura”. Nuestras apuestas deben ser compensatoriamente creativas.
La tercera consideración es sobre el lenguaje. La filosofía está profundamente asociada a la realidad de ser en un lenguaje y de ser un lenguaje. Aquí tampoco hay inocencia: los griegos pensaban que solo se pensaba bien en griego. Desde esa supremacía provinciana del griego se pasa al universalismo hegemónico del latín en la Edad Media europea hasta su conversión en el lenguaje culto en la Modernidad.
En el siglo pasado se ha llegado a la superioridad nacionalista de la defensa que hizo Heidegger de la lengua alemana (el alemán como único y legítimo idioma de la filosofía). Pensar y hablar filosóficamente en la lengua castellana es una maravillosa aventura, aunque se note el peso de las tradiciones (el nadaísmo de Medellín, en latín sería, literalmente, nihilismo). Lo que Hispanoamérica ha hecho con su literatura es un precedente inapelable de lo que puede hacer, y ha hecho, en la reflexión más conceptual. Además de este sentido de la relevancia de los idiomas, está la cuestión de la manera particular como los estudiosos de la filosofía usan dichos lenguajes.

Tal vez, la filosofía no hay que acercarla a nadie; a lo sumo es necesario ayudarle al interesado a ver que ella siempre ha estado ahí

Este dato es clave para los intentos genuinos de acercar a los estudiantes, o a los no especialistas, a obras filosóficas importantes. La terminología filosófica no es algo que hay que entender, no son necesariamente significados naturales para los lectores cultos: tienen mucho de convenciones entre grupos o de estipulaciones individuales.
La actividad filosófica está íntimamente asociada a los problemas de expresión, al trabajo artesanal, si se quiere, con el lenguaje natural. Requiere esfuerzos dialogar con obras filosóficas reputadas: los pensadores luchan –excluida la mala fe de los impostores– con las palabras como instrumentos, desvían los significados, retuercen los adjetivos, fuerzan la sintaxis; maltratan el lenguaje para hacernos entender nuevos pensamientos; a veces escriben mal, no obstante saber escribir razonablemente bien.
Si somos adecuadamente prudentes, es muy probable que el acercamiento a la filosofía pueda darse en términos genuinos: una conversación de asombro, unas lecturas plenas, problemáticas, gratificantes.
Tal vez, la filosofía no hay que acercarla a nadie; a lo sumo es necesario ayudarle al interesado a ver que ella siempre ha estado ahí. Los discursos filosóficos pueden, sí, haberse alejado –por razones objetivas o por nuestras particulares dificultades– de la vida personal y social, pero esta –la vida, la existencia– es el referente último.
Aproximar la filosofía es regresarla; su descubrimiento, como el viaje de Ulises, es un retorno. La filosofía es sierva de la vida (ancilla vitae), dice Hannah Arendt. Las lecturas, las relecturas, tienen un poder de renovación de los textos y de los lectores. Aquí los profesores son fundamentales: artesanos que nos ayudan a entrar en la conversación, una conversación que “amplía los límites de nuestro mundo”. Quien, en una situación de crisis, busca horizontes en la filosofía, se encontrará a sí mismo un poco más libre, más autónomo.
Los debates especializados son, obviamente, una dificultad para el no experto. Los profesionales de la filosofía no suelen ser generalistas y, en la mayoría de los casos, por honestidad intelectual no suelen ocuparse de asuntos demasiado globales de su disciplina. Solo en momentos particulares de la formación profesional tiene el estudiante la oportunidad del panorama enciclopédico de los enfoques, los autores, las filosofías.
Esto no deben olvidarlo los docentes: el aprendiz es todavía libre, no está atado a la especialización monotemática. Y, lo más esencial, ese estudiante es una persona con convicciones y un ciudadano con preferencias. Todo puede discutirse en respeto mutuo: ese ya es un logro. El profesor que cree que sus convicciones son las de la filosofía debe aún avanzar en el camino, superarse.
Y debe ser cuidadoso cuando trata de hacer accesible lo que él cree comprender. Si logramos esas actitudes, ya estamos contribuyendo a que esas personas sean más plenamente racionales, a que esos ciudadanos sean democráticamente ilustrados.
El título de este escrito no es una pregunta del todo sincera. Es una amable experiencia universitaria (como la filosofía, el aula no es inocente), una astucia liviana para tratar de hacer ceder una resistencia. Apenas iniciado un curso de filosofía –en una facultad que no era de filosofía–, a la pregunta enfática de un adolescente soberano sobre para qué servía la filosofía respondí que la pregunta era, entre otras cosas, demasiado general y tal vez tendría más sentido preguntar qué utilidad tendría para él.
Creyendo el asunto zanjado, retomé mi introducción, pero mi contrariado alumno reformuló seriamente su pregunta: ¿y para qué me sirve, a mí, la filosofía? Ya la pregunta era personal, demasiado personal. Solo él podría contestársela a sí mismo. Aproveché el momento para indicarle el horizonte que se nos abría con el curso; ya, al menos, teníamos preguntas comunes. Era su pregunta, y a lo largo de su vida, de algún modo, la respondería.
VICENTE JAIME RAMÍREZ GIRALDO
* Docente en la Escuela de Derecho de la Universidad Eafit.
Imparte desde hace varios años el seminario 'Argumentación y construcción teórica', del Doctorado en Administración de Eafit. Es autor de 'Meditación sobre la simplicidad'.
Andrea Morante
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