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Educación

Palabras para consumir / En defensa del idioma

El diccionario ha incluido palabras que, por costumbre, se añadieron al lenguaje.

El diccionario ha incluido palabras que, por costumbre, se añadieron al lenguaje.

Foto:123rf.com

ANÁLISIS UNISABANA

Logo de la Universidad de La Sabana

'Necesitamos liberarnos de la esclavitud del consumismo': papa Francisco.

“Las naranjas que usted lleva, señora, son de una clase especial que no tiene semillas”, decía una vendedora casual en una de las carreteras colombianas mientras intentaba persuadir a su compradora para que pagara un precio más elevado del usual. La clienta llevó su producto sin detallarlo, y horas más tarde, ya en su casa, comprobó que esos frutos carecían de las excelencias en que insistió la vendedora. Eso, por supuesto, se llama engaño, aunque cualquier persona desde otra perspectiva califique de ingenua o tonta a la víctima de la estafa, porque eso es: una estafa.
Esta promoción, como otras más, entraña cierta manipulación del lenguaje. Parece que todos los talentos histriónicos salen a relucir al momento de inducir a otros a dar su dinero por un producto o una asesoría. Cuando la codicia les aumenta, algunos vendedores acuden a triquiñuelas extremas, y una de las más recurrentes consiste en obviar muchos datos pertinentes de la negociación.
Así, en esta defensa del idioma se aclara que ocultar esos datos en una situación determinada es una forma de engañar. También reiterar afirmaciones falsas para lograr ese tipo de cometido, acudiendo a los enfáticos mensajes corporales y gestuales, ratifica que hay una intención por embaucar.
A este primer truco, se suma la distorsión, que consiste en asignar significados a objetos que no entrañan las características que originalmente se conocían. Eso pasa, por ejemplo, con el jugo. Antes, se llamaba así al líquido que se extraía de una fruta; ahora, dizque también es jugo si se saca de una caja, bolsa o botella, y la gente lo cree.
Un caso semejante se presenta con “leche”, palabra con que se nombraba el primero de los alimentos mamíferos, y luego pasó a nominarse así a cualquier sustancia blancuzca que se embolsa, enfrasca o se guarda en una caja.
Para esos casos, alguien se defendería con aquello de que “la gente entiende que es un producto artificial”. No obstante, ¿por qué, entonces, no fijar muy visible ese adjetivo en el empaque del producto: “jugo artificial” o “leche artificial”? Es algo así como prometerle flores a la novia para el cumpleaños y llevarle ese día flores plásticas.
Que el idioma es dinámico, no se duda. Que las palabras adquieren y pierden, a la vez, significados según el contexto y el uso, por supuesto. Que la sociedad misma es la encargada de efectuar estos cambios, es una evidencia. Sin embargo, cuando no es la gente en su rutina, sino la asediadora publicidad la encargada de modificar esos sentidos para revaluar y construir maneras de entender la realidad, y alterarla, entonces esos dinamismos de la lengua, con certeza, son inducidos y casi impuestos.
Otra deformación del lenguaje promocional consiste en acudir a un estilo esnob.
Muchas personas imaginan que un “grilled chicken” es más apetitoso que un pollo asado, la “beer” más exclusiva que la cerveza, o que la rebaja es más selecta si anuncian “sale”. ¿Alimentará más, entonces, acudir a una “table” para almorzar y o no a una mesa? La llegada o registro en un hotel impresiona más con “check in”; si va de salida, descresta más el “check out”, sobre todo al momento de pagar la cuenta.
Por supuesto, nada hay en contra de la actividad comercial y publicitaria, siempre y cuando se ejecute con los debidos respeto y honestidad por los clientes, y precisándoles los detalles en un lenguaje conciso, sencillo, claro y, más que nada, veraz.
La afectación agobiante de “cancele en la caja” se sustituye con facilidad por “pague en la caja” (“pagar” no es grosería); ante “¿desea incluir el servicio en la cuenta?”, es más claro preguntar “¿da propina?”, aunque el plato haya costado siete veces más del precio regular del mercado.
Las cargas emocionales son quizás el medio más arropado por las palabras vendedoras. ¿Ha notado que en las ofertas preliminares usted no pierde nada y gana todo? Después descubre, y más si ya firmó, cómo el dinero destinado para el estudio de su hijo se intercambió por un artefacto que jamás necesitará para existir. Entonces, cuando sea ya muy tarde, evocará los melosos diminutivos del vendedor: “facturita”, “cuotica”, “tiempito”, “firmita”.
De la misma forma, quedará clara la imprecisión y la redundancia de “totalmente gratis”, así como el utópico deseo de imaginar que, si su estrella favorita de la música, del cine o del fútbol bebe un refresco, esa bebida lo llevará a usted a disfrutar de la misma fama y dinero. Si ya pasó de los 15 años y sigue creyéndoselo, está en problemas.
Por eso, desconfía de las ofertas de aquel que no te ama.
Con vuestro permiso.
JAIRO VALDERRAMA V.
UNIVERSIDAD DE LA SABANA
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