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Educación

Don Quijote, visto por Caballero Calderón

La obra apareció en Madrid, España. Y así tenía que ser. Al fin y al cabo su autor era un ferviente hispanófilo

La obra apareció en Madrid, España. Y así tenía que ser. Al fin y al cabo su autor era un ferviente hispanófilo

Foto:Claudia Rubio / EL TIEMPO

Eduardo Caballero Calderón publicó su libro Breviario del “Quijote” en 1947. Análisis.

Eduardo Caballero Calderón, quien fuera columnista de EL TIEMPO y miembro de número de la Academia Colombiana de la Lengua, publicó su libro Breviario del “Quijote” en 1947, o sea, hace setenta años, en la celebración del IV Centenario del nacimiento de Cervantes.
La obra apareció en Madrid, España. Y así tenía que ser. Al fin y al cabo su autor era un ferviente hispanófilo, según dejó constancia en la dedicatoria a la madre patria y en otros libros suyos -Ancha es Castilla (1950), en primer término-, sin olvidar que luego, en 1965, obtuvo el Premio Nadal, en Barcelona, con su novela El buen salvaje.
Caballero Calderón fue un “caminante del Quijote”, según nos confiesa en su Introducción, aludiendo obviamente a que Don Quijote de la Mancha es un camino, un camino que todos debemos recorrer. En su caso, tan largo recorrido lo inició en su infancia, aunque entonces se aburrió en grado sumo; después, en su adolescencia, se convirtió en “obsesión”, y con el tiempo aprendió a leer y soñar en sus páginas sobre las mayores pasiones del alma humana: el amor, el humor, el idealismo y el honor.
“Creo -decía- que todo hombre que habla en español, y mayormente si nació en América, debe leerlo y releerlo para aprender a pensar y conocerse a sí mismo”. Pero -cabe preguntar-, ¿cómo leer El Quijote? De nuevo, el autor nos señala, a partir de su experiencia personal, cuál es el camino que debemos seguir, a la inversa de como suele enseñarse en nuestros colegios.
Veamos su consejo: no leerlo en la infancia, cuando por ello se toma cierta aversión a los autores clásicos, sino en años posteriores, en la Universidad, cuando se quiera descubrir la magia de la lengua española tras haberse acercado, desde temprana edad, a los hechos actuales por medio de la lectura de periódicos (recordemos que él fue un gran periodista, entre los más prestigiosos de la prensa nacional).
Reclamaba, además, que al Quijote lo leyéramos una y otra vez hasta asumir su quijotismo, entendido como la búsqueda insaciable de nuestros ideales. Que es cuanto haría a continuación en 17 cortos capítulos, cuyas ideas esenciales intentamos ahora exponer, acogiendo la principal lección de Don Dámaso Alonso, el inolvidable director de la Real Academia Española, en su Estilística, fuente por excelencia de la crítica literaria.

Desde la intuición

De hecho, Caballero Calderón sigue a Dámaso Alonso en su análisis literario por el carácter subjetivo que lo identifica. Así, desde el primer capítulo aclara que sus diversas observaciones sobre El Quijote, con los múltiples hallazgos que va haciendo en el camino, son fruto de la intuición, no de una prueba experimental, acaso científica. Es la visión, claro está, no del frío ensayista sino del muy sensible novelista que nos ha conmovido desde los años mozos.
Don Quijote, en su opinión, no se queda en el tiempo cronológico de los cronistas, con la simple descripción de hechos que van encadenados como en el Amadís de Gaula, sino que trasciende hasta la verdadera Historia, intemporal o atemporal, pues cada una de sus aventuras es, en sentido estricto, “un acontecimiento espiritual”. El espíritu, en consecuencia, está aquí presente, con su inmaterialidad característica.
De ahí que tales aventuras sean simbólicas, con el profundo significado que disciplinas como la semántica y la semiología suelen develar: la locura, en los molinos de viento; la ingratitud, en los galeotes; el poder de la imaginación poética, en la cueva de Montesinos…
Y en dichas circunstancias no es de extrañar que don Quijote, desde su ya lejana aparición, se haya transformado en “arquetipo de la humanidad”, como si su escuálida figura nos representara a cada uno de nosotros, mientras en la historia humana, desde hace más de cuatro siglos, su libro ha sido y sigue siendo contemporáneo, eterno si se quiere.
Sin embargo, no se trata de un personaje abstracto, etéreo, que se pierde en las especulaciones teóricas o en los vuelos metafísicos. No. A pesar de su dimensión espiritual, tiene los pies sobre la tierra, afincados en la realidad de su tiempo y de su patria, en la España de su época y de siempre, manteniendo un parangón que sorprenderá, con seguridad, a los desocupados lectores de hoy.
En efecto, Don Quijote es -en palabras de Caballero Calderón- “un libro que anda”, cuyos numerosos personajes, desde sus dos protagonistas, están de viaje a cada momento, caminando -o, mejor, cabalgando- sin descanso, hablando “hasta por los codos” y haciendo gala, aquí y allá, de un carácter extrovertido, volcado al mundo exterior, consciente de la fugacidad de la vida, del paso veloz y los cambios continuos, de lo efímeros que somos.
Y aquí viene el cuento: esas condiciones son propias del pueblo español, el cual se caracteriza por ser viajero incansable, según lo confirman múltiples pasajes de su historia milenaria; por hablar sin parar, como si la vida misma fuera sólo lenguaje, y por ser personas extrovertidas, abiertas, como el ancho mar que las llevó al Nuevo Mundo, sin preocuparse siquiera porque nuestra existencia se esfume, como si nada.
Don Quijote es España, sin duda. ¡Y España es Don Quijote!
Ahora bien, de esa comparación entre España y su obra maestra, que termina en una extraña fusión o identidad, Caballero Calderón pasa a una similar, ahora entre Cervantes y don Quijote, lo cual le permite hacer un breve recorrido por la biografía, extraordinaria aunque desgraciada, del manco de Lepanto, para deducir de ahí nuevas características del texto literario. Veamos, entonces.
Para nuestro autor de El Cristo de espaldas, Cervantes fue “un hombre desgraciado”, signado por el trágico destino, la condenación o la mala suerte: soldado vencido y hecho preso, víctima de los crueles ataques de don Lope de Vega, pobre mendicante ante las cortes, fracasado ante su intento de ser escribano en la Santa Fe del Nuevo Reino de Granada (¡en nuestra capital de la república!), y plagado de deudas, sin tener donde caerse muerto, fue “no menos grande que Don Quijote, pero sí mucho más desdichado”.
Acaso por eso precisamente, en la ruina total, Cervantes se lanzó con su héroe a conquistar el mundo, igual que lo hizo España en su momento, creando su imperio. Por eso, además, sus personajes son como él, de carne y hueso, sacados de la vida real, con sus alegrías y tristezas, sus sueños y desventuras, su grandeza y su bajeza, como cualquiera de nosotros, sin excepción.
De esto, a su vez, se deduce que tales personajes son de veras personas, con sus múltiples cualidades y defectos, no los seres encasillados, de una sola cara, que abundan en la literatura mundial: Otelo, el celoso; Romeo, el amante, o el avaro y el ambicioso, de Moliere y Balzac, para citar apenas unos pocos.
Ni siquiera Quijote y Sancho se pueden encasillar, sin cambiar sus papeles, pues aquel revela en ocasiones tanta cordura o sabiduría en medio de su locura mientras éste, el escudero, parece convertirse a veces en amo y delirar por su ínsula Barataria, nada menos.

De la locura y la cordura

“De la locura” trata precisamente el capítulo que viene a continuación, donde ambos personajes (que son personas, repetimos) no deben ser vistos como figuras contrapuestas que representan a los dos tipos en que clasificamos el género humano, sino como las naturalezas que conviven en cada uno de nosotros, quienes somos, en definitiva, locos y cuerdos o, mejor, semilocos y semicuerdos.
La locura de Don Quijote -aclara, ahondando en su análisis- está relacionada con el presente, como cuando ve terribles gigantes en los molinos de viento, al tiempo que la de Sancho gira en torno al futuro, a sus sueños o deseos, como es su mencionada ínsula, de la que sería su gobernador (lo mismo cabe decir -permítanme anotarlo- de usted o yo, de éste o aquel individuo, en las distintas épocas y sociedades de nuestra historia, pues todos somos semilocos y semicuerdos).
Pero, sigamos. Para Caballero Calderón, la atmósfera (otro elemento fundamental en la crítica literaria) de la gran novela cervantina está repleta de días soleados y noches lentas, tranquilas, en el campo, en el típico paisaje de La Mancha que todavía podemos contemplar cuando hacemos, aunque sea como turistas, la Ruta del Quijote.
Sin embargo -precisa el ensayista, con bastante agudeza-, Cervantes no describe ese paisaje, ni por tanto la naturaleza en que se mueven sus personajes, sino que lo sugiere y hace sentir en ellos, en su “realidad inmanente”, en lo más profundo de su ser, como también nos sucede a nosotros en la modesta condición de lectores, pues -valga nuestra confesión- llevamos el paisaje manchego pegado al alma.
Al respecto, el autor en referencia se proyecta acá con su amplio conocimiento de la literatura universal para concluir, a manera de hipótesis, que la novela contemporánea incorpora el paisaje, con su debida independencia y no en la forma idealizada de los románticos, a partir de las páginas del Quijote, con la dimensión espiritual, profundamente humana, en que tanto ha insistido.
A propósito, la literatura latinoamericana -observa, basado una vez más en su experiencia vital y como escritor-, desde La vorágine y Martín Fierro hasta Don Segundo Sombra y Doña Bárbara, es paisajista en grado sumo, tanto que la selva, descrita con mano maestra por José Eustasio Rivera, termina devorando a Arturo Cova, entre muchos ejemplos que podrían citarse.
El paisaje en Don Quijote es, por consiguiente, un “ámbito espiritual” que está presente en La Mancha, “con sus caminos, sus ventas, sus roquedos, sus castillos”, y que nosotros mismos, habitantes del Nuevo Mundo, lo vemos, sentimos y vivimos en nuestros pueblos, aquellos que “los conquistadores” (verbigracia, Jiménez de Quesada) solían bautizar con nombres en honor a su país nativo.
Y claro, Don Quijote es “un libro de aventuras”, como aventureros han sido los españoles desde tiempos remotos y, en especial, durante la conquista de América, sin temer la muerte al enfrentarla y hasta perder la vida en esa lucha, de la que finalmente salen triunfantes al sacrificarse por el amor, la gloria y la justicia.
La vida de El Quijote y de sus coterráneos es, por ende, una aventura espiritual, con los valores más altos del ser humano como trofeo, según debería serlo para cada persona, cualquiera sea.

Anarquía, democracia y amor

Para Caballero Calderón, Don Quijote es el perfecto anarquista. “Es el príncipe -dice- del anarquismo español o, por lo menos, su precursor”. Y aunque tal afirmación nos aterre en estos tiempos marcados por el terrorismo, debemos aclarar que la anarquía en cuestión alude al individualismo que él encarna. Es la “sublimación del individualismo”, subraya.
Por enésima vez, tal característica es de los españoles en su conjunto, dado su carácter individualista o egoísta, según consta en su historia política y aún en su vida cotidiana, donde cada uno de ellos “es rey y señor en su casa”. Más aún, esto es lo que explica que así se presenten don Quijote, Sancho y el resto de personajes, sin importarles su condición social, aunque sea modesta.
Lo cual refleja un auténtico espíritu democrático, según el cual se valora la dignidad humana, de cada persona, como si ninguno fuera superior a otro o incluso todos fuéramos superiores, como en verdad lo somos por haber sido hechos, según las enseñanzas cristianas, a imagen y semejanza de Dios.
“Todos (los hombres) son iguales, los grandes y los menores, los pobres y los ricos”, observaba Sancho tras escuchar los consejos de su señor para cuando gobernara la soñada ínsula Barataria. “La sangre se hereda, y la virtud se aquista”, era uno de esos consejos que Don Quijote remataba con sabiduría: “La virtud vale por sí sola lo que la sangre no vale”. ¿No está ahí -preguntemos- la esencia del espíritu democrático, como asegura Caballero Calderón?
¿Y qué mayor prueba de dicho espíritu –agreguemos, siguiendo sus pasos- que la alta valoración de la mujer, lejos de la discriminación que desde tiempos inmemoriales ha padecido entre los varones? En tal sentido, la visión cervantina está más vigente que nunca, pues hace de una humilde labradora, sin atributos físicos, la amada ideal, como la Beatriz de Dante en su Divina Comedia.
Más aún: también acá tenemos la esencia del amor cuando no es correspondido, ni siquiera confesado, y sin embargo es la entrega total al ser amado, sin posesión, sin tenerla, como un sueño. He ahí, sin rodeos, el amor quijotesco, cuya síntesis surge de la Ciudad Poética en que habita, cuando nos dice, en versos de antología, que “es medio amor, amar con esperanzas, y amar sin ellas, verdadero amor”.
Se trata, en fin, de una mujer ideal, hermosa y casta, cuyo pretendiente no puede ser -concluye el ensayista en su capítulo décimo- “sino un hombre bueno, caritativo, valeroso, sentimental, casto y espiritual como lo fue toda su vida, y lo sigue siendo más allá de su muerte, el Caballero de la Triste Figura”.
“No me digas a quién amas, sino cómo amas, y te diré quién eres”, es la máxima que de ahí se deriva.
Como hemos visto, Dulcinea es la mujer ideal, a quien su enamorado simplemente contempla, sin atreverse a tocarla. Sin embargo, el ideal femenino en Cervantes -según Caballero Calderón- va más allá, con múltiples y diversas figuras que lo encarnan, como la hermosa Marcela que sobresale entre las muchas mujeres románticas, como Emma Bovary, de Flaubert, y María, de Isaacs.
O Leandra, seducida y engañada; o, sobre todo, la llamada “mujer anfibia”, que en parte es ideal pero también real, como Quiteria, cuyo matrimonio arreglado se rompe cuando su enamorado finge la muerte, víctima del presunto suicidio, y Dorotea, quien “comenzó -dice- por ser un ideal y acabó metida de lleno en la realidad”.
O la mujer de aventuras, como Doña Rodríguez y Teresa Panza, o las comunes y corrientes, que abundan por doquier, o la mujer doméstica, como el ama y su sobrina en la casa de Don Quijote, a quien ayudan a buen morir tras su regreso. En unas y otras -concluye-, Cervantes rinde un sentido homenaje a la mujer, del que se hace eco en los tiempos actuales, cuando a cada paso se invoca la igualdad de género.
Para cerrar con broche de oro esta reflexión en torno a las mujeres, Caballero Calderón vuelve sobre ellas y, en particular, sobre Marcela y Quiteria, como representantes de la novela pastoril que estaba en boga y que, por consiguiente, tuvo enorme influencia en la obra de Cervantes, tema que ha sido ampliamente estudiado por otros críticos.
Al respecto, vale la pena reproducir las palabras de Marcela a la muerte de Grisóstomo, su enamorado al que nunca, como Dulcinea con Don Quijote, le correspondió: “La honradez y las virtudes son adornos del alma, sin las cuales el cuerpo, aunque lo sea, no debe de parecer hermoso”. La espiritualidad, por enésima vez, es puesta en evidencia.
Como lo es, a su turno, que esta literatura pastoril, con tales valores, haya influido igualmente, según nuestro ensayista de cabecera, en la gran mística española con autores de primer orden como Fray Luis de Granada, Fray Luis de León, San Juan de la Cruz y Santa Teresa, con pruebas a granel que aparecen en el capítulo correspondiente.

Dos pasajes con estilo

Al terminar su recorrido por los caminos de El Quijote, Caballero Calderón aborda otro aspecto básico en la crítica literaria: el estilo del autor en su obra, no sin recurrir a la conocida sentencia de Buffon: “El estilo es el hombre”. Aquí, pues, el estilo, como un espejo, refleja a Cervantes, igual que ocurre con otros escritores, entre quienes menciona, con la debida selección de textos para comprobar su aserto, a Azorín, Pereda y Gabriel Miró, cuyo ritmo particular en el lenguaje muestra su personalidad, su visión del mundo, su alma.
El estilo pone de manifiesto el ser íntimo de cada uno y su estado anímico, lo que ratifica ese carácter intimista, profundamente subjetivo, del análisis que venimos siguiendo, recordando la tendencia estilística de Don Dámaso Alonso, si bien nuestro ensayista osa negar que el estilo haya sido estudiado “como materia científica”.
Para él, además, el estilo cervantino es magistral por ser “expresión fiel y digna del pueblo español”, según lo hemos visto en forma repetida. Y, con la obligada referencia a pasajes específicos de la novela que por cierto se rejuvenece con el tiempo (de ahí -asegura- que su segunda parte sea mejor que la primera), subraya tanto la espontaneidad, la serenidad y la rica imaginación como el lirismo y el humor, sin dejar a un lado la palabra creadora y su versatilidad en los nombres o apodos de los personajes y en el lenguaje que emplea cada uno de ellos.
De manera especial, Caballero Calderón se detiene en el memorable discurso de las armas y las letras por considerarlo nada menos que un nuevo sermón de la montaña, precursor del romanticismo moderno, que pretende revivir la caballería como solución a los peores problemas sociales, siendo Don Quijote uno de los grandes utopistas (pensemos en Tomás Moro).
Según esto, Cervantes añoraba la edad de oro en que reinaban la paz, la amistad, la concordia, las doncellas y la honradez, e intentaba lograr el milagro de su resurgimiento, ejerciendo, a través de su héroe, aquel “sacerdocio -dice- no solo del honor sino de la caridad entre los hombres”.
Por ello -agrega-, recurre a la tradicional disputa entre las armas y las letras para alcanzar tan noble propósito, decidiendo al final que son aquellas, no éstas, las que triunfan, como si el soldado que fue Cervantes venciera al escritor, autor de El Quijote.
Caballero Calderón, como era de esperarse, se distancia acá de su maestro y toma partido por las letras, es decir, por la literatura, cuya vigencia permanente -explica- se observa a lo largo de la historia humana, donde escritores como Virgilio, Víctor Hugo, Nietzsche, Pascal y el mismo Cervantes superan con creces a los más encumbrados jefes militares, desde Alejandro Magno hasta Napoleón.
En este análisis tampoco podía faltar la exaltación de la cueva de Montesinos, presentada como la ascensión al cielo y la clave -para Menéndez Pidal- de la segunda parte de El Quijote, por tener allí origen las extraordinarias aventuras que después tienen lugar, dando rienda suelta a la más desbordante imaginación.
En efecto, el descenso de Don Quijote a esa cueva y las historias maravillosas que brotan en el sueño al quedarse dormido son, para Caballero Calderón, otra escala de Jacob que le permite subir al cielo de la caballería andante, realizar por tanto la suprema aventura espiritual y desembocar en una “mística caballeresca”, la cual es comparable, una vez más, a las experiencias religiosas de los místicos españoles.
En síntesis, la cueva representa, en su opinión, la dualidad entre cielo y tierra, vida y muerte, cielo e infierno, lo temporal y lo eterno, “que constituye -sentencia- la esencia dramática de la vida humana”.

Conclusiones

Permítasenos cerrar esta disertación con las conclusiones que Caballero Calderón hace en sus dos últimos capítulos (XVI y XVII), referentes al ideal caballeresco y la transfiguración del Quijote, cuyo contenido compartimos a cabalidad, como esperamos que lo sea también para los lectores. Entremos, pues, en materia.
Sobre el ideal caballeresco, tiene que ver con el quijotismo mencionado antes. Pero, aquí la cita textual es obligada, en lugar de parafrasearla como hemos hecho en la mayor parte del texto. Leamos, sin cambiarle una coma:
El último gran ideal humano es el quijotismo, pues perfecciona el ideal caballeresco de la Edad Media, lo templa en el fuego del más puro sentimiento cristiano, que es la caridad, y, finalmente, lo empapa en la esencia universalista del Renacimiento.
Y añade, volviendo sobre el espíritu democrático que ratifica la vigencia o actualidad de la obra:
Lo más extraordinario en el Quijote es el concepto de aristocracia, que adquiere una función social eminentemente democrática, popular, moderna, y convierte al Caballero de la Triste Figura en el heraldo de la humanidad contemporánea.
En mala hora -observa el analista, henchido de dolor-, “el mundo (de hoy) está viviendo para el día que pasa. Un pragmatismo helado, un materialismo sórdido, un desaliento universal envenenan el alma humana desde la cuna”. ¡Cuán vigentes y actuales son tales expresiones, repetidas por muchos de nosotros en los círculos académicos! Y eso que fueron consignadas hace setenta años, cuando nadie imaginaba el terrible estado de degradación social y cultural a que estamos asistiendo.
Frente a un panorama tan sombrío, Caballero Calderón alertaba sobre regímenes totalitarios, fueran de izquierda o de derecha, que dan al traste con los ideales individuales y, en último término, con la individualidad, pues los individuos desaparecen ante el peso enorme del Estado y la economía (a cuyo poder supremo se ha sumado, en las últimas décadas, la tecnología, fruto -¡vaya paradoja!- del desarrollo científico y, por ende, de la insaciable búsqueda de la verdad por parte del ser humano).
He ahí precisamente la señalada transfiguración que sirve como epílogo de este bello Breviario, según la cual quienes, a pesar de todo, nos negamos a perder los ideales y la individualidad correspondiente, haciendo del quijotismo “una santidad laica”, no podemos dejar de leer a Don Quijote, ni de rendirle culto a Cervantes, su creador, cuyo “espíritu -al decir de Caballero Calderón- se echó a volar por la historia y por el mundo, llevado en alas de la gloria”.
Jorge Emilio Sierra Montoya
(*) Miembro Correspondiente de la Academia Colombiana de la Lengua
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