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Proceso de Paz

‘Ayudando a los demás me he ayudado a mí misma’

En países como Tailandia, Paula Ramírez trabajó con quienes han padecido la violación de sus derechos humanos.

En países como Tailandia, Paula Ramírez trabajó con quienes han padecido la violación de sus derechos humanos.

Foto:Cortesía

La colombiana Paula Ramírez ha recorrido el mundo ayudando a víctimas de distintos flagelos.

De niña, Paula Ramírez estudiaba danza y teatro, pero un fuerte dolor en las manos la frenó y cambió el rumbo de su vida. El médico que le diagnosticó una enfermedad autoinmune le dijo:
“Puedo curarla con cortisona, pero mire más bien qué pasa con su cuerpo, con su mente; medite, haga maratones”.
Quedé fría, pero no lo tomé en serio. A los 18 años, preocupada, comencé a meditar, pero seguí con mi danza. “Ni danza ni teatro, porque no puede saber qué pasa con su cuerpo, mejor estudie algo cognitivo”, dijo el médico.
Entonces estudié antropología en la Universidad de los Andes. Para hacer mi tesis de grado viajé a Acandí, en el Chocó. Quería ver el proceso de resocialización de los niños que el padre Javier de Nicoló había sacado de la calle del Cartucho.
Mi vida allí se partió en dos. La realidad era difícil: 16 niñas que enseñaban y cuidaban del tráfico de droga a 540 niños, rescatados de la calle, a veces maltratados por un prefecto de disciplina muy violento. Eran niños muy reactivos. Jugando cachetaditas se entrenaban para pelear entre ellos.
“Juguemos lo mismo, sin llegar a pegarnos, a ver qué pasa”, les propuse.
En el juego, evitando hacer daño, había conciencia del cuerpo y una importante regulación emocional. Trabajamos con elementos de teatro, con el juego, con la conciencia corporal, con el cariño, con estar ahí sin nada más. La presencia del cuerpo fue para mí una gran enseñanza. Allá me di cuenta de que era muy afortunada: podía decidir. Y decidí que mi vida tenía que tener un sentido.
Hice mi tesis de grado sobre procesos de transformación: cómo transformar lo agresivo, lo que duele, desde el cuerpo y el cariño.
Pero sí me surgió una pregunta de país muy fuerte. Estaba en Acandí, el puerto de la coca, con niños recogidos de la calle, ¿y los que tienen más qué? Entonces quise acercarme a quienes tienen poder. Conseguí un trabajo en el Banco Davivienda .
Quería entender cómo funcionaba el banco y qué pensaban los que trabajan ahí. Llegué creyendo que sabía más que ellos: tenía sensibilidad, había vivido. Me sentía mejor. Pero una compañera, apuesta, preparada, se dio cuenta de que yo no tenía ni idea de manejar Excel. Con toda humildad, con amor, sin juzgarme, sin burlarse, se sentó a enseñarme. Quedé desconcertada. Con su actitud, ella me enseñó que todos los seres humanos tenemos algo que dar, que estamos hechos de lo mismo. Me tocó tragarme el cuento de que yo sí había visto el mundo y era más sensible.
Entré a manejar el programa de voluntariado, en el área de Responsabilidad Social Empresarial de Seguros Bolívar. Apoyábamos a las fundaciones y yo llevaba una doble vida: entre semana trabajaba con el vicepresidente Fernando Cortés y el fin de semana iba a las fundaciones que recibían las donaciones.
Ahí me enganché con Vida Nueva, una fundación del barrio Eduardo Santos que trabajaba con prostitutas. Para esas mujeres lo más importante era que sus hijitos no terminaran como ellas. No obstante, los maltrataban. Entonces iniciamos una clase básica: cómo consentir a los hijos; leerles cuentos, cantarles, tocarlos de manera diferente, realmente sentirlos.
Por haber estudiado en la Javeriana resolución de conflictos y temas de paz, a través de un amigo fui a Cartagena a investigar derechos humanos, con mujeres del barrio El Pozón. Estaba en esas cuando llegó un chico de unos 24 años. Me preguntó qué hacía y yo le expliqué.
“Váyase –me gritó–, no quiero que se meta con nuestras mujeres”.
“Qué pasa si no me voy”, dije.
“Si no se va la mato –dijo el chico–; aprendí a matar matando a mis padres”.
Me fui aterrada. Por la noche, escribiendo sobre lo sucedido, me di cuenta de que más allá de la amenaza, lo que temía era cómo poder reconstruir un país con niños y comunidades que tienen la violencia tan integrada en sus vidas.

Nos hace falta conocernos, mirar hacia adentro, aceptar quienes somos, con nuestra historia y sus errores, para dejar de lado la batalla contra nosotros mismos

Trabajando en Seguros Bolívar llegó una convocatoria a una conferencia de educación para la paz en Hungría. Había que mostrar experiencias. Presenté el trabajo que hacía con las mujeres prostitutas y me aceptaron. Fernando Cortés me apoyó con todo. En Hungría conocí a Anto Pauli, quien me invitó a trabajar con él en Nagaland (India), en una ONG que formó para fomentar diálogos interculturales entre jóvenes en esa región tan conflictiva.
Empecé a explorar cómo seguir integrando la perspectiva de cuerpo con la regulación emocional. En los colegios, los niños aprenden de manera cognitiva. La relación con su cuerpo está ordenada desde la gimnasia. No les dan oportunidad de saber que las sensaciones y las emociones se manifiestan mucho en el cuerpo.
Por ejemplo, si uno tiene rabia y no nota que se pone rojo, que el pulso se le altera, reacciona de manera automática y es posible que diga lo que no quería decir o hiera a alguien.
Pero si está consciente de cómo las emociones se manifiestan en el cuerpo, puede responder, en vez de reaccionar en forma agresiva. Para eso se necesita conocimiento.
De Nagaland seguí a Nepal. En Katmandú aprendí a hacer masajes, pues el tacto integra la experiencia humana. En la medicina tradicional india hay 109 masajes diferentes, y yo quise aprender los más que pude. Pero Sumana, la médica que me enseñó, me dijo: “Puedes aprender solo uno”.
Después de un tiempo llegó una vendedora del mercado con un tobillo morado. “Límpiale el pie –me dijo la médica–. Lo que le quitas de ella te lo estás quitando a ti misma”. Eso es reconocer que entre tú y la persona que tienes al frente no hay diferencias. Yo lloré y seguí haciendo el masaje.
Allí conocí a Dolma Lama, una mujer excepcional que me propuso trabajar con el gobierno tibetano, exilado en India.
Acepté y fui a trabajar en Educación para la Paz con docentes y con sobrevivientes de tortura que llegaban del Tíbet. Les hacía masajes para integrar el cuerpo después de dolorosas experiencias, pues cuando hay tortura o rastros de la guerra la separación del cuerpo es inminente. El sobreviviente rechaza el daño recibido, no quiere recordar el sufrimiento. Mi trabajo consistía en crear conciencia sobre cómo volver a habitar ese cuerpo después de la guerra.
Trabajé cuatro meses con el Gobierno tibetano. Con mi novio me fui al norte de la India. Buscaba un poco de calma después de lo que viví. En un monasterio hice retiros: 10 días de silencio y un mes de meditación.
De ahí fui a Tailandia, contratada por la ONG Earth Rights. Debía trabajar sobre derechos humanos con refugiados llegados de Birmania. Entonces le dije a mi jefe: “A los refugiados les han violado todos sus derechos y hablarles de derechos humanos, sin hacer primero un trabajo personal, puede no resultar. Trabajemos más bien en el cuerpo, a través de la conciencia de este, en cultivar la confianza, el autocuidado, en la conexión vital con la respiración y en la confianza corporal, que se asocia a la regulación emocional. Hicimos módulos de automasajes, pues, tras experiencias tan fuertes, es importante cuidar el cuerpo y reconocerlo. Al final, lo que mejor aprendieron los refugiados fue ser fieles a ellos mismos. Solo desde ahí tiene sentido pensar en derechos humanos.
Más tarde fui a Birmania. Trataba de entender de qué están hechos la represión, la aprensión, el silencio obligado, el silencio político. Y empecé a pensar en Colombia, en si habría esperanzas para los seres humanos. Soma, un joven estudiante birmano, perteneció al ejército Karen, luchó contra la dictadura y mató a mucha gente.
Introvertido, tenía muchos conflictos; algo no lo dejaba tranquilo.
Después del trabajo que hicimos juntos, pude ver que él y otros chicos aceptaban lo que les había pasado. Tenían conciencia de que eso era parte de su historia, pero que su presente podía ser diferente. Hubo transformaciones, y eso fue para mí fue saber que sí se puede, que los seres humanos tenemos una capacidad muy fuerte de resiliencia y de volver sobre nosotros mismos. Nos hace falta conocernos, mirar hacia adentro, aceptar quienes somos, con nuestra historia y sus errores, para dejar de lado la batalla contra nosotros mismos. Y salir adelante siendo más compasivos.
Regresé a Kerala y seguí aprendiendo más masajes. También aprendí kalari, el arte marcial de la India. Mis compañeros de estudio eran niños de 3 a 7 años. En Kerala conviven católicos, musulmanes, cristianos, judíos, budistas y muchas otras religiones. Tienen fama de pacíficos, pues desde niños aprenden a conocer su cuerpo y a darse cuenta de su vulnerabilidad. En ese cuerpo hay 107 puntos mortales, ellos los estudian y tienen una relación divina con las armas. Un niño no puede tocar un cuchillo para usarlo dentro del arte marcial, mientras no tenga conciencia de que con ese cuchillo puede matar; que ojalá ese cuchillo sea para entrenar, no para hacerle daño a otro ser humano. Eso genera conciencia sobre la vulnerabilidad de uno mismo y del otro, y de ahí la posibilidad de integrar y comprender la paz de manera más profunda .
En la India recibí una llamada de Matthias Rust. Habíamos trabajado por la paz y quería que trabajáramos en educación. Regresé y en 2013 creamos Respira en Colombia, programa que introduce la práctica de mindfullnes en educación, para llevarlo a regiones en conflicto. Me instalé en Tumaco para pilotear ahí Respira y allí viví el conflicto armado.
Durante 2015, cuando la negociaciones de paz estaban más frágiles, ponían bombas y explosivos casi a diario. Una noche, una bomba me levantó de la cama. Aterrada, llamé a una amiga tumaqueña a ver qué hacía. “Pues, dormir –dijo ella–, porque mañana hay que seguir con la vida”.
Tiempo después inicié el programa Respira en Comunidad. Llevé el programa de Reducción de Estrés, basado en atención plena. Trabajé con mujeres sobrevivientes de violencia sexual en el marco del conflicto. En su implementación y evaluación, el programa fue financiado por la Organización Internacional para las Migraciones (OIM). Ahora tratamos de introducir un programa sobre negocios productivos porque le gente necesita comer. En Tumaco, todos han vivido el horror de la guerra.
A finales de 2016, Olga Rebolledo, gerente de Rehabilitación en OIM, me propuso montar en Sudán del Sur el programa Respira en Comunidad. A principios de 2017 viajé a ese país. Creado en 2011, está sumido en la hambruna y viven en terribles condiciones. En tiempo seco hay cólera y cuando llueve, malaria. La gente habita campamentos protegidos por la ONU, en donde desplazados internos, se protegen de las amenazas de otras etnias. Trabajé con líderes comunitarios y con mujeres para darles herramientas de regulación emocional, basadas en el cuerpo, a través del programa Reducción del Estrés, a través de mindfullnes, práctica que da la posibilidad de mirar al interior de uno mismo, poder ver lo que no se ha querido ver y así transformarlo, con conciencia y compasión, en el presente.
Siento que trabajando por los demás también estoy trabajando para mí y que ese trabajo es una enseñanza que esas otras personas me devuelven. Para mí es como un diálogo a través de estar ahí, presentes, y eso es muy lindo. Porque con los seres humanos uno más uno nunca es dos”.
LUCY NIETO DE SAMPER
Especial para EL TIEMPO
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