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Proceso de Paz

‘Me costaba aceptar que Jojoy, asesino de papá, estuviera a mi lado’

De espaldas (izq.), Tirofijo y otros miembros de las Farc; en el centro, Víctor G. Ricardo, comisionado de paz del gobierno Pastrana, y, en el extremo derecho, Claudia Blum y Juan Manuel Ospina.

De espaldas (izq.), Tirofijo y otros miembros de las Farc; en el centro, Víctor G. Ricardo, comisionado de paz del gobierno Pastrana, y, en el extremo derecho, Claudia Blum y Juan Manuel Ospina.

Foto:Archivo particular

Extracto de ‘Mi vida en lápiz’, libro de exsenadora Claudia Blum, quien presidió Congreso en 2005.

Ana María González
—Claudia, ¿y después de lo que nos pasó a nosotros, usted en serio piensa ir al Caguán? –fue la pregunta que me hicieron mis hermanos en la etapa inicial de los diálogos, cuando se enteraron de que hacía parte de un grupo de congresistas de las comisiones de paz de Senado y Cámara que viajaría por invitación del presidente de la República a San Vicente a encontrarse con Manuel Marulanda, el Mono Jojoy y los demás líderes de las Farc.
(...) Tuve que enfrentar una de las encrucijadas más grandes entre mi responsabilidad como senadora de la República que apoyaba el proyecto de paz de Pastrana y los sentimientos personales que me generaba la posibilidad de encontrarme cara a cara con los jefes de los asesinos de mi papá.
El 7 de noviembre, tres meses después de su juramento, Pastrana comenzó a materializar la desmilitarización de los municipios elegidos para iniciar el diálogo con las Farc. Como todos los colombianos, el 20 de diciembre seguí las noticias que daban parte sobre la retirada de los últimos soldados de San Vicente del Caguán. Seis meses atrás, ya como presidente elegido y antes de su posesión, Andrés Pastrana había tenido una reunión con Manuel Marulanda, máximo cabecilla de las Farc, y había dado el visto bueno para despejar un territorio del país y comenzar allí los diálogos una vez posesionado. (...)
La zona de distensión estaba ubicada entre Meta y Caquetá, en un área de 42.000 kilómetros cuadrados, dos veces El Salvador. (...)
Cuando se iniciaron las conversaciones, por las noticias empezamos a descubrir un territorio pleno de riquezas naturales, con diversidad de paisajes, desde la Amazonia hasta montañas infranqueables. Volvimos los ojos a la sierra de la Macarena y los imponentes ríos del Caguán y el Yarí, Guayabero y Caño Cristales, el más hermoso del mundo, que con sus cinco colores –rojo, azul, verde, amarillo y negro– fue en ese período veleidoso de la historia la piscina privada del Mono Jojoy. Recuerdo la sensación extraña de reconocer una tierra espléndida, y sin embargo tan olvidada y ausente de nuestras vidas.
El 7 de enero de 1999 habían comenzado los diálogos. Ese día nos ubicamos frente al televisor con mis asesores en la oficina del Congreso, para ver en directo la ceremonia que desde la plaza de los Fundadores se transmitía a todo el país. Era la primera vez que San Vicente del Caguán aparecía en los televisores como epicentro de la historia nacional. Manuel Marulanda brilló por su ausencia (...).
Mi ida al Caguán se dio en un abrir y cerrar de ojos. Fui solo una vez, el 28 de abril de 1999.
Embarqué el avión en Catam, el aeropuerto de la Fuerza Aérea, con mis hermanos y mi familia en la cabeza, el corazón encogido y llena de expectativas. (...)
—Bienvenidos a San Vicente del Caguán, territorio de paz –nos dice con tono beligerante a la salida del avión un guerrillero con un fusil colgado del hombro y una pistola en el cinto. Poco más de media hora había durado ese vuelo desde Bogotá hasta las selvas del Caquetá. Treinta minutos que se hicieron eternos por la expectativa.
(...) Dos horas y media después de haber despegado en Catam, yo salí de última del carro, del que el guerrillero de rango medio que nos había recibido me ayudó a bajar ofreciéndome su mano.
—Vamos todos por este senderito. El compañero Manuel y los demás compañeros comandantes los están esperando.
(...) Tirofijo nos recibió en el campamento con algunos de sus comandantes y un grupo de guerrilleros. La primera impresión que tuve fue la de unas caras de colombianos curtidas por la selva que contrastaban con la imagen que habíamos construido por las noticias de sus crímenes y actos de violencia. (...) Por momentos bajé la guardia. “Don Manuel”, le decían a Tirofijo sus subalternos. “Doctores”, nos llamaban algunos de forma desprevenida y humilde, como si estuvieran rompiendo filas momentáneamente con años de adoctrinamiento y diatribas contra el Estado, “el establecimiento”, las instituciones democráticas y sus representantes. (...)
Tirofijo estaba acompañado de dos de sus más altos subalternos en las Farc: el Mono Jojoy, temido en el país por su crueldad en el ala militar guerrillera, y Joaquín Gómez, que, según se decía, tenía una relevancia más política. Nos saludó uno por uno a todos y luego tomó su lugar en uno de los extremos de una alineación de sillas Rimax en forma de herradura. Al lado de Tirofijo estaba Joaquín Gómez y a su lado, otro líder guerrillero de aspecto más joven, cuyo fusil reposaba en una de las vigas del quiosco.
Años después lo recordaría. Era Iván Ríos. En 2008, el país fue sorprendido al conocer su asesinato macabro por su escolta de confianza, quien decidió traicionarlo y entregarse al Ejército y buscar una recompensa llevando como prueba de su crimen uno de los brazos de Ríos, su identificación y su computadora.

No mencionó los miles de secuestrados, las víctimas civiles, las minas antipersonal, su relación con el tráfico de drogas

Al lado de Ríos estaba Jojoy, y muy cerca de Jojoy con un asiento de por medio estaba yo (...). Tirofijo y su comandancia disfrutaban la plena sombra de la construcción. La guardia guerrillera nos rodeaba. (...)
Sentada al lado de Jojoy, tenía sentimientos encontrados: me costaba trabajo aceptar que un asesino como él estuviera a mi lado y que por unas horas iba a ser nuestro interlocutor. Lo observaba, y para mis adentros me cuestionaba cómo ese personaje, de apariencia gruesa y piel blanca, de mejillas coloradas y postura arrogante, podía ser el mismo que ordenaba sin piedad fusilar guerrilleros, atacar poblados y masacrar mujeres y niños. Me esforcé por adaptarme al tono y al ambiente. Al inicio de la reunión estuve atormentada y sin hallarme. Sus comentarios fueron radicales y en nada daba su brazo a torcer. No sentí temor, pero sí permanecí incrédula ante lo que oía. En sus palabras pude notar que quizás ocultaba lo que quería. En sus ojos percibí descontento.
–Buen día señores del Congreso –dijo Tirofijo repitiendo el saludo, pero esta vez en público y ante su tropa. Su tono era displicente, frío, sin preguntas de cajón sobre nuestra travesía desde Bogotá. Su mirada arrugada y empequeñecida por las bolsas de piel que colgaban debajo de cada ojo revelaba las impresiones de la experiencia y de alguien atento a cada detalle a su alrededor.
Habló poco. Indicó que el “cuento de la paz” no podía ser un “embeleco” solo del Gobierno y las Farc. Que cuarenta años de guerra no se solucionaban en un día. Que desde las épocas de La Violencia y Marquetalia, en los años cincuenta, el establecimiento había culpado de todo a las guerrillas campesinas y a los comunistas, y que lo importante era que el proceso llevara al cambio real en el sistema. Que las Farc estaban bien preparadas para la guerra o para la paz, y que el peso de ese cambio recaía no en las Farc sino en el Gobierno central, los poderes económicos y la oligarquía. Fue repetitivo al decir que su agrupación estaba siempre en pie de lucha y que sus acciones continuarían en medio del proceso. No mencionó los miles de secuestrados, las víctimas civiles, las minas antipersonal, su relación con el tráfico de drogas.
En uno de los escasos ademanes que delataban algún tipo de asombro frente al mundo exterior, Tirofijo expresaba incomodidad con el calor al secarse la frente usando la célebre toallita que le colgaba del hombro izquierdo (...). Tenía aspecto campesino, baja estatura y caminar encorvado, y habitaba en él una humanidad de respuestas y recursos repetitivos como el traqueteo de las ametralladoras (...). Su tono era también plano y mineral, escaso en emociones. De pocas palabras, elegía qué decir y demostraba más poder que razones. Movía las manos con las palmas hacia arriba y hacia fuera. Incluso, los gestos más espontáneos parecían tercos y resistentes. Entre frase y frase machacada movía su cabeza sutilmente hacia adelante como queriendo acentuar ciertas palabras, pero el énfasis le salía más bien involuntario, mecánico, como el de una gallina atacando granos de maíz a intervalos constantes. Al escucharlo, sentía que evadía toda responsabilidad imputándosela al país del que se sentía ajeno y al Estado. En todo sentido, Manuel Marulanda Vélez me pareció un hombre de piedra. (...)
El primer asunto que sacaron a relucir fue la política agraria. Palabras más, palabras menos, Manuel Marulanda destacó que se debían redistribuir las tierras de narcotraficantes y paramilitares, y las lícitas que no estuvieran produciendo.
Hablaron sin titubeos de democratizar el crédito y el acceso a los medios de producción. Luego les dio la palabra a sus comandantes Joaco e Iván.
Frente a las inquietudes que lanzábamos, pasaban de largo sin explicación sobre cómo pensaban en concreto impulsar la revisión del modelo de desarrollo, la reducción de la inequidad, las transformaciones en la justicia y en el sistema electoral, y en cambio hacían proclamas sobre la recuperación de la soberanía nacional frente a la deuda externa y el fin de la explotación de los recursos naturales por multinacionales. (...) Empecé a hacer conjeturas y sospeché que las cosas no estaban yendo por buen camino.
Alias Joaquín Gómez, el “negociador”, era parte del Bloque Sur de las Farc. Tan solo año y medio atrás habíamos conocido su crueldad al dirigir la toma de las Farc al cerro de Patascoy, en la que secuestraron más de 15 militares. Se expresaba con locuacidad, con un acento costeño y arrastrando las erres al hablar. Acentuada por sus pobladas cejas, su fuerte mirada podría llegar a ser intimidante. Pero sus palabras no resultaban distintas de lo que voceros de la guerrilla planteaban. Algunos de los periodistas presentes nos contaban con un sabor de admiración que era ingeniero agrícola graduado en la ex-Unión Soviética, como si esto le diera un estatus distinto al resto de guerrilleros. Para mí, era un negociador más y un criminal más del grupo ilegal.
—Pero ¿cuáles son los compromisos de las Farc ahora que se negocia? –preguntó un congresista.
—¿Van a dejar de secuestrar? –inquirió otro, entre ingenuo y mordaz.
—¿Están dispuestas a declarar un cese de hostilidades, teniendo en cuenta que se les ha despejado esta zona y se está definiendo una agenda para dialogar? –dijo un tercero.
Lo que no entiendo es cómo será el fin de la negociación. La agenda que ustedes proponen es amplia, pero el país quiere conocer también los tiempos y voluntad real para desmovilizarse –comenté yo.
No se perturbaron con nuestros comentarios y sus miradas irradiaban desconfianza. Nos invitaron a que dejáramos el afán. Justificaban su acción violenta, además, porque también los paramilitares continuaban en sus operaciones. No se refirieron a la posibilidad de cesar ataques contra los civiles.
Me llené de pesimismo con las respuestas dilatadas (...) . Tirofijo y Gómez demolieron en menos de una hora reglas de oro que había aprendido de expertos internacionales en Harvard como condiciones esenciales para llevar a cabo negociaciones factibles.
Entendí que estaban sordos a la otra parte. (...) Los sentí anclados en su posición, no solo como enemigos del Estado, sino en su convicción de ser las víctimas de la persecución y exclusión del sistema. Para la época en que visité San Vicente en 1999, se mostraban como tiranos y todopoderosos. Miradas enigmáticas y desafiantes a unos visitantes que llegaban a su territorio.
—Sonría, doctora, ¿o es que algo le disgustó de nuestra hospitalidad? –me dijo el Mono Jojoy cuando se paró a mi lado para una de las fotos protocolarias al final de la visita.
DOCUMENTO
CLAUDIA BLUM
Especial para EL TIEMPO
Ana María González
icono el tiempo

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