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Gobierno

La caída de Gustavo Rojas Pinilla, el último dictador de Colombia

Nancy Sarolli de Garcés y Rojas, en el Club Colombia de Cali, durante una fiesta en su honor.

Nancy Sarolli de Garcés y Rojas, en el Club Colombia de Cali, durante una fiesta en su honor.

Foto:Archivo / EL TIEMPO

Hoy hace 60 años fue derrocado este general; decisión que cambiaría por completo el rumbo del país. 

Sin Twitter, WhatsApp ni Facebook, ¿cómo harían los jóvenes en 1957 para convocar las manifestaciones en las que exigían la salida del Palacio de San Carlos del general Gustavo Rojas Pinilla? “Hasta sobre la frente de los caballos de las carreterillas”, se lee en los diarios de la época, “el pueblo entero, sin distingo de condición social o color político, exteriorizaba su repudio al régimen”.
Los ciudadanos, además, se pasaban de mano en mano los periódicos más combativos: INTERMEDIO y El Independiente, que reemplazaron a EL TIEMPO y El Espectador, censurados por Rojas. El dictador ordenó callar a la prensa y a la radio, que eran los medios masivos de comunicación existentes. Aunque él había inaugurado la televisión, el 13 de junio de 1954, su incipiente señal de un canal apenas llegaba, en blanco y negro, a las casas de unos pocos afortunados. Su control sobre las transmisiones, que apenas duraban cuatro horas diarias, era férreo.
No hay antecedentes en América Latina de la actuación de miles de personas de manera tan decidida, cohesionada y con resultados tan efectivos para derrocar a una dictadura militar.
Rojas había accedido al poder tres años, diez meses y once días atrás, el sábado 13 de junio de 1953, cuando le dio un golpe de Estado al presidente conservador, Laureano Gómez.
Nacido el 12 de marzo de 1900 en Tunja, Boyacá. Rojas parecía destinado a inclinarse por el mundo académico, pese a que en su familia le cultivaba el amor por la milicia. Era el quinto hijo de seis hermanos del coronel Julio Rojas Jiménez, quien combatió durante la guerra de los Mil Días.
En 1920, Rojas inició su carrera militar en la Escuela de Cadetes. Sin embargo, tuvo la intención de ponerle fin solo cuatro años después, cuando se fue a estudiar al Tri-State College, en Indiana, donde se graduó de ingeniero civil. “Mi único sueño es hacer carreteras”, solía decir. Un hecho ajeno a él lo obligó a reincorporarse al Ejército: Colombia y Perú entraron en guerra. Era 1932.
Dos décadas después, cuando alcanzó el grado de teniente general y el rango de comandante del Ejército, el gobierno de Gómez vivía una inestabilidad cotidiana por la lluvia de críticas de su propio copartidario Mariano Ospina Pérez, quien lo acusó de haberse vuelto un dictador y de estimular la creciente violencia que sacudía al país.
Mientras en aquella Bogotá de hombres siempre vestidos con traje de paños ingleses, corbata o ruana las intrigas no cesaban al calor del chocolate caliente y las almojábanas –el plato social de los capitalinos–, en los campos morían anónimos inocentes.
Un día llegaban noticias de decapitaciones masivas en una vereda; otro, de descuartizamientos en la montaña; otras más de familias incineradas en la llanura. El sadismo y el horror campeaban. Las imágenes de niños desmembrados –dicen los libros de esa historia brutal– muestran la intención de “exterminar al enemigo desde la cuna”.
Parte del establecimiento vio en Rojas a un salvador y le abrió las puertas para que se tomara el poder. Fue “un golpe de opinión”, se escuchó decir con justificación. Miles lo recibieron con esperanza.
En sus primeras acciones se mostró benigno. No hubo, por ejemplo, ningún muerto en el golpe de Estado. Incluso, ordenó la protección de la casa y vida de la familia de Laureano Gómez. Tomó los micrófonos para decir que quería ser recordado como un pacifista cuyo propósito único era modernizar el país.
Además de traer la televisión, construyó el aeropuerto y la avenida El Dorado, el Hospital Militar Central, el Centro Administrativo Nacional (CAN), le dio estatus de Distrito Especial a Bogotá y creó el Sena. En el terreno político, puso fin a la época que se llamó la Violencia y reconoció, en 1954, el derecho al voto a las mujeres.
Mientras se hacían reformas que simbolizan la puerta de entrada a la modernidad, se coartaron otras libertades con mano de hierro. Al joven periodista Gabriel García Márquez le censuraron su reportaje por entregas Relato de un náufrago, en el que denunciaba la utilización de un buque de la Armada para transportar contrabando.
Los estudiantes fueron los primeros en echarse a las calles para exigir libertad. El 8 de junio de 1954 hubo una protesta en la Universidad Nacional, en la que murió el joven Uriel Gutiérrez. Al día siguiente, 9 de junio, los universitarios marcharon hacia el centro para rechazar el asesinato. Los militares los detuvieron a plomo. El saldo: 12 muertos.
La prensa mostró su indignación. Rojas decidió acallarla. Dictó un decreto estableciendo pena de prisión, de dos a cinco años, para quien difamara al gobierno militar, y cerró de tajo La Unidad, semanario editado en Bogotá y dirigido por el entonces aspirante a poeta Belisario Betancur. Lo acusó de publicar un peligroso manifiesto en contra del gobierno. Cada vez llegaban más rumores de que la tortura se había vuelto una práctica común contra los presos políticos o los sospechosos.
Alejandro Obregón plasmó la matanza de universitarios en Estudiante muerto (Velorio), cuadro que se convirtió en ícono de arte nacional.
La gente hizo sentir su voz. Para la época, la plaza de toros de Santamaría era el indicador para tomarle el pulso al país. Alberto Lleras Camargo, uno de los más sólidos opositores al régimen, recibió una ovación que contrastó con la silbatina desde los tendidos para la hija de Rojas Pinilla, María Eugenia de Moreno.
En la corrida de la semana siguiente, el gobierno militar infiltró a centenares de detectives y agentes entre el público. Pronto identificaron a quienes cantaban “Lleras sí, otro no”, y los golpearon hasta, según versiones, matar a algunos en la arena. Los testimonios de que los muertos fueron decenas abundan, pero jamás hubo una prueba de que fuera así.
De cualquier manera, la ruptura de la dirigencia política civil con Rojas era evidente. El domingo 28 de abril de 1957, la policía secreta detuvo al líder conservador Guillermo León Valencia en Cali después de dos vitoreados discursos suyos en los clubes Campestre y Colombia. Rojas ordenó el cierre de todos los escenarios sociales que se prestaran para intercambiar las ideas. Los estudiantes reaccionaron y se fueron a una huelga nacional.
Siguió una semana de vértigo. En la tarde del jueves 2 de mayo la Policía interrumpió, con violencia, las concentraciones de los muchachos. Ese día hubo “más de 500 jóvenes detenidos”, entre ellos “muchos de apenas 14 y 16 años”, según INTERMEDIO. Rojas amenazó en la radio con operaciones de asalto.
El miedo era evidente. Bogotá era una ciudad de viviendas de un solo piso, con jardines bien cuidados, que tenía la décima parte de los habitantes de hoy.
El viernes 3, “a las ocho de la noche, los disparos de fusilería, de ametralladora y de cañón comenzaron a sonar en toda la ciudad”, informó INTERMEDIO. Hubo una leve y tensa tregua. El domingo 5, en la iglesia de La Porciúncula, el padre franciscano Severo Velásquez, cuando ya había terminado su homilía, clamó contra el dictador.
Los feligreses, emocionados, sacaron pañuelos blancos y entonaron el Himno Nacional. La policía irrumpió con gases lacrimógenos y golpeó sin piedad a quienes encontró frente al púlpito. Niños y mujeres terminaron heridos. Así, Rojas casó pelea con el clero. Los directores de los periódicos decidieron no circular en señal de protesta.
La semana se inició con una huelga general. Al comercio se sumaron los bancos, la industria y los sindicatos. En las principales ciudades del país, las señoras marcharon de luto. La resistencia era abrumadora.
La noche del jueves 9 fue intensa. Los dirigentes de los partidos liberal y conservador llegaron a un acuerdo final con la cúpula militar: renuncia del general Rojas, designación de una Junta Militar de transición y convocatoria a elecciones, entre otros puntos.
A las 3:30 de la madrugada del viernes 10 de mayo, Rojas se rindió. Dijo que se iba sin pelear porque no quería ver sangre. Salió del Palacio de San Carlos bajo una fría lluvia. A las seis de la mañana, como lo muestran las fotos de INTERMEDIO, una multitud corría por la séptima a celebrar. ‘Quinientas mil personas en manifestación permanente’, tituló el periódico.
Los dos líderes políticos de los partidos liberal y conservador –que tenían bases amplias y sectores sociales fieles a sus ideas–, Alberto Lleras Camargo y Laureano Gómez se abrazaron. La chispa de libertad que se prendió en la capital en cuestión de horas se regó por el resto del país. “Li-ber-tad”, “Ro-jas-no”, “se-ca-yó”, se escuchaba en todas las calles. Fue un día nacional de júbilo.
“No hubo revolución. Decidí entregar el gobierno a una Junta Militar. Solo unos pocos sacerdotes estaban en contra mía”, declaró Rojas Pinilla en el aeropuerto de Hamilton, Bermudas, en la breve escala que hizo el DC-4 de la Fuerza Aérea que lo llevó a España con su familia.
“El hasta entonces excelentísimo señor presidente, teniente general jefe supremo Gustavo Rojas Pinilla, parecía ser el único colombiano que no había comprendido a cabalidad el significado de lo que acababa de dejar atrás”, anotaron los periodistas Silvia Galvis y Alberto Donadío en su libro El jefe supremo.
Los periódicos celebraron su aporte. INTERMEDIO mantuvo el nombre brevemente por dos razones: como homenaje al medio que fue faro de la resistencia y porque EL TIEMPO solo saldría a la calle otra vez cuando llegara a la redacción su guía intelectual, Eduardo Santos, quien estaba exiliado en París. Y así fue.
ARMANDO NEIRA
Redacción Política
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