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Será un día histórico

El ingreso de las Farc a la política no puede impedir ver la importancia de que dejen las armas.

Editorial .
El próximo martes tendrá lugar un suceso cuya trascendencia no admite duda. Las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (Farc), aquella organización guerrillera responsable de varias de las más dolorosas y sangrientas páginas de la historia del país, protagonista de un conflicto cuyas víctimas y desplazados se cuentan por millones, dejarán de existir como grupo armado para hacer tránsito a la política.
De no mediar hecho anómalo, para ese día los cerca de 7.000 integrantes de esta guerrilla, ubicados en los 26 puntos de concentración, habrán culminado el proceso de entrega de sus armas. Solo faltarán aquellas guardadas en las caletas, las cuales deberán ser desmanteladas –proceso ya iniciado– a más tardar el próximo 1.° de septiembre. En cualquier caso, sus coordenadas ya están en poder del Gobierno y la ONU.
Será el punto final de una historia con orígenes encadenados a los estertores de otro episodio en el que también se conjugaron armas y política: el de la Violencia, con V mayúscula. De un proyecto que tuvo, quién puede negarlo, las transformaciones sociales como norte. Al comienzo, muy claro; luego, mucho más difuso por la manera como secuestro y narcotráfico abrieron un abismo entre sus combatientes y la inmensa mayoría de los colombianos. Termina el capítulo armado de una iniciativa con origen campesino cuyo sendero después se cruzó con el de quienes desde las ciudades abrazaron la doctrina del marxismo. Cruce de caminos personificado en el liderazgo que por varias décadas ejercieron de manera conjunta ‘Manuel Marulanda’ y ‘Jacobo Arenas’.
Tan hondo llegó a ser dicho precipicio que, mucho más que gestores de mejores condiciones de vida, para muchos compatriotas las Farc y sus miembros terminaron siendo una pesadilla.
De ahí que la entrega de armas de esta organización haya estado por tanto tiempo, incluso, encabezando esa lista de sueños, de hitos tan utópicos como deseados por la inmensa mayoría de ciudadanos.
Los mismos que salen a flote cada vez que se hacen ejercicios como el de elaborar una primera página soñada de un diario. Unos de incuestionable trascendencia, como superar definitivamente la pobreza; otros quizás más banales, pero no por ello con menor arraigo entre la gente, como el de ver a un colombiano ganar por fin un Tour de Francia. Lo cierto es que esta entrega de armas ocupaba un renglón muy alto en dicho listado y hoy es una realidad. Es de esperarse que esta humana reticencia a aceptar que lo utópico puede pasar al plano real sea lo que en últimas motive a los escépticos.
Porque algo está claro: independientemente de cuál sea la orilla política en que el observador se ubique, si ha habido un consenso en este país, donde estos no se dan silvestres, es en que una de las mayores tragedias de Colombia ha sido la de la presencia, a lo largo de buena parte de su trayectoria como república, de grupos que hacen política con las armas.
Más allá de las consideraciones que puedan hacerse sobre el camino que se tomó para llegar a esta meta, de los sobresaltos vividos y que aún no cesan, del tamaño de los desafíos para que la paz que se construya sea estable y duradera –aún quedan muchas armas de otros grupos y de disidencias–, todo lo anterior no logra restarle significación a un hecho cuya importancia está ligada a los valores más básicos que nutren de dignidad a nuestra especie. Y aquí surgen dos en particular: el reconocer la cenital trascendencia del respeto en cualquier circunstancia a la existencia del otro. Aceptar como acuerdo básico que el camino de la muerte, del desangre y el dolor es equivocado. Dicho de otro modo: rechazar la violencia como herramienta para conseguir el cambio social.
Por eso bien vale hoy hacer una pausa en medio del debate público sobre la implementación de los acuerdos; en medio de los necesarios recordatorios al Estado sobre lo fundamental de su tarea en algunos lugares, pendiente de copar los espacios dejados por los hombres de ‘Timochenko’, para valorar en toda su dimensión lo que ocurrirá esta semana.
Y para ello lo indicado es ponerse en los zapatos de quienes más expuestos han estado a los horrores de la guerra. Sentir por un momento el alivio que pueden experimentar las comunidades que vieron caer a sus jóvenes, que debieron huir del territorio que daba sentido a su paso por el mundo, que tuvieron –pues no había más alternativa– que aprender a convivir con el miedo como principio rector de sus vidas.
Faltan muchos pasos. Quedan heridas abiertas, algunas muy difíciles de cerrar, por supuesto. Cada día se demuestra que la implementación del acuerdo es más compleja que la negociación, empezando por lo obvio, pero no menos importante: que las partes cumplan. Mas nada de lo anterior demerita el logro para el país de haber acordado que la de las armas es una vía que no conduce a una mejor sociedad. Y eso hay que aplaudirlo de pie.
editorial@eltiempo.com.co
Editorial .
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