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El Estatuto de la Oposición

Una buena noticia la del compromiso colectivo y duradero de nunca más mezclar fusiles con política.

Editorial .
En principio, deberían ser suficientes las normas fundamentales que rigen nuestra democracia para garantizarle a la oposición un conjunto de derechos básicos que le permitan actuar como pieza clave en el engranaje de los frenos y contrapesos que regulan a quienes detentan el poder.
Pero basta un leve conocimiento de la historia política del país para asumir como una buena noticia que, por fin, Colombia tenga un Estatuto de la Oposición. Es decir, una ley que fija unos parámetros claros que aterrizan y convierten en garantías específicas valores que han permanecido abstractos. Es una buena noticia no solo por la importancia de que la democracia sea incluyente y la escena política, diversa, sino también porque, por desgracia, no son pocos los ejemplos de puertas que injustamente se les han cerrado a quienes son minoría o no comulgan con el gobernante de turno.
Este estatuto era una tarea pendiente desde hace 26 años, cuando la Constitución de 1991, en su Artículo 112, así lo estableció. Este obligaba a expedir una ley estatutaria para reglamentar el ejercicio de la oposición, algo que se intentó en total 11 veces desde 1993, siempre sin éxito.
Que esta vez la historia haya sido diferente es algo positivo, toda vez que otorga garantías a nivel nacional y local a quienes, desde la orilla opuesta, están llamados a ejercer un sano control sobre los ganadores de los comicios. Entre menos obstáculos existan para quienes cumplen este rol, menos serán los incentivos para hacerlo por fuera de la legalidad. Es decir, mientras más firme sea el terreno dentro de la Constitución y las leyes para quienes representen idearios contrarios a los mayoritarios, menor será el riesgo de que el país vuelva a vivir la pesadilla de un conflicto armado.
Esta semana, el Congreso hizo por fin la tarea. Y por un camino excepcional: el del ‘fast track’. Vale anotar que por más que este proyecto hace parte sustancial de la estructura legal llamada a ser el armazón de la paz estable y duradera, que incluye también la norma aprobada al tiempo y, sobre todo, en buena hora, que abre el camino para que las Farc hagan el tránsito a partido político, esta manera de lograr su aprobación está lejos de ser la ideal para una iniciativa que más que cualquier otra requería de deliberación y construcción previa de consensos.
Hecha esta observación, es claro que la norma no solo es legítima, sino necesaria y bienvenida. Entre sus aspectos más sobresalientes está el de que este se extiende a la esfera departamental y municipal. Cobija los cuerpos colegiados locales, como asambleas, concejos y juntas administradoras, instancias que serán escenario incluso más relevante que el mismo Congreso, por lo menos en los primeros años del nuevo contexto político que traerá el posconflicto.
Es importante también el espacio que les abre a aquellas fuerzas que opten por la independencia. Las organizaciones políticas que no sean ni gobierno ni oposición se podrán declarar como tal y gozar de un conjunto de derechos correspondientes a esta condición. La herramienta de la acción de protección de estos derechos de oposición tiene potencial de fortalecer el ejercicio democrático, toda vez que su uso no dé pie a excesos que abran indeseables boquetes legales.
El estatuto obliga, así mismo, a las administraciones a cumplir con una hoja de ruta en materia de rendición de cuentas. No solo establece una sesión exclusiva en la que las bancadas opositoras podrán examinar con lupa y rigor el desempeño de las administraciones, sino que, en general, pretende que exista mayor control sobre el cumplimiento de los planes de desarrollo, en particular en lo que atañe a las inversiones. Esto es valioso, más ahora que crece la conciencia respecto a que el control sobre los gobernantes no puede limitarse a la Procuraduría, la Contraloría y la Fiscalía, sino que la ciudadanía –y quienes la representan– tiene un papel fundamental que cumplir.
Mención aparte merece lo concerniente al derecho de réplica, que obligaría a los medios a darles la oportunidad a organizaciones víctimas de ataques o tergiversaciones graves por parte de gobernantes de responderlos y controvertirlos en los mismos espacios (noticieros y programas de opinión que utilicen espectro electromagnético) en los que estos se produjeron. Esta disposición obliga a que tales conceptos (tergiversaciones graves y ataques) sean lo suficientemente delimitados para cerrarles el paso a ambigüedades en su interpretación, algo que exige criterios muy precisos de aplicación. Y es que cualquier intromisión en el oficio periodístico debe ser lo más clara, taxativa y expresa posible para que no derive en arbitrariedades. De ninguna manera esta norma puede ser excusa para cuestionar contenidos periodísticos.
En suma, estamos ante un paso muy importante en una senda que el país tiene que recorrer hasta el final. Es la que termina en el compromiso colectivo y duradero de nunca más mezclar fusiles con política.
editorial@eltiempo.com.co
Editorial .
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