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50 años de Leyenda Vallenata

La tarea no está concluida: hay que preservar a toda costa las raíces del vallenato.

Editorial .
Hombres que en su desespero les disparan a las nubes para que aparezca la lluvia y evite el fin de sus cosechas; mujeres que hacen temblar la tierra con su ‘caderaje’, casas que se construyen en el aire para espantar enamorados, románticos que cruzan ríos tempestuosos para ver a su amada, parranderos que se desafían en una gallera, cantores que quieren ser enterrados en el cementerio con su pedazo de acordeón.
De letras así está hecho el vallenato: relatos que se construyen al ritmo vertiginoso de la vida, que encuentran inspiración en el acontecer diario, en las alegrías y penurias de un pueblo, en la belleza, la amistad y el amor por la tierra y por las cosas simples y sencillas. No son más sus pretensiones. Y es tal vez, por esto mismo, que el vallenato se volvió universal.
No se sabe con exactitud cuándo esta música popular penetró el alma nacional. Dice Julio Oñate que más de un siglo atrás, negros, indios y colonos se entrelazaron para dar vida a ritmos que fueron irrigando las sabanas del Cesar, La Guajira y Magdalena, y que con la aparición de los juglares y la irrupción del acordeón –“ese fuelle nostálgico, amargamente humano que tiene tanto de animal triste”, como lo definió García Márquez– se dio vida al que en justicia es considerado hoy patrimonio cultural inmaterial de la humanidad.

Hay que conservar la autenticidad y pureza de los cantos vallenatos, “la manera más antigua y feliz de contar un cuento”, como también lo expresó Gabo.

Y así como los juglares se encargaron de difundir a lomo de mula las hazañas y desdichas de propios y extraños, ha sido el Festival de la Leyenda Vallenata –que celebra sus 50 años con la cuarta coronación del Rey de Reyes– el que ha labrado la senda para que esta expresión musical trascienda fronteras. No es extraño que hoy sus ritmos se disfruten tanto en la plaza Alfonso López, de Valledupar, como en los bares de la calle 93 en Bogotá. O que un cachaco haya sido coronado rey del acordeón o que las arpas llaneras se hayan dejado contagiar por los sones y paseos de Francisco el Hombre o que el Grammy tenga un lugar especial para este género. Se necesitarían muchos libros y muchísimos vallenatos más para describir un sentimiento tan enraizado entre los colombianos.
Pese a todo, la ‘Cacica’ Consuelo Araujonoguera –creadora del Festival junto con Alfonso López y Rafael Escalona, entre otros– sentenció que “la tarea no está concluida”. Y es cierto. Si bien el certamen ha contribuido a mantener firmes las raíces del pasado, es menester que esa firmeza perdure, lejos de la amenaza constante por la imposición de estilos y maneras que desdicen de lo que cultivaron las dinastías de los Maestre, Zuleta, Durán, Fernández, Pavajeau, Martínez, Rada, López, Araújo, Molina, Oñate, Escalona, Socarrás, para no hablar de grandes juglares ya desaparecidos: Leandro Díaz, Emiliano Zuleta, Lorenzo Morales, Luis Enrique Martínez y acordeoneros de talla como Calixto Ochoa, los hermanos Durán, Colacho Mendoza, ‘Chema’ Ramos, ‘Cocha’ Molina, Juancho Rois, Alfredo Gutiérrez, Egidio Cuadrado, Emilianito... Hay que conservar la autenticidad y pureza de los cantos vallenatos, “la manera más antigua y feliz de contar un cuento”, como también lo expresó Gabo.
Que sea la ocasión para ovacionar a todo el pueblo vallenato por tantas alegrías brindadas en estos 50 años de parrandas y gratos momentos.
editorial@eltiempo.com
Editorial .
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