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Santos: un presidente casi normalito

En un país normal, Santos habría sido un presidente estándar, como el de cualquier estado moderno.

Vladdo .
Al inicio de su último año de gobierno, podría decirse que Juan Manuel Santos es un presidente normalito; que respeta las formas, que no grita ni se sale de casillas en los discursos. Como muchos mandatarios, define el rumbo pero delega la minucia. En su administración ha tratado de recomponer las relaciones internacionales, que recibió bastante deterioradas; en particular con nuestros vecinos. Como cualquiera de sus homólogos del hemisferio, ha gozado y sufrido con los vaivenes globales de la economía, a tiempo que ha parecido impotente ante el avance impetuoso de la corrupción.
De hecho, si le hubiera tocado regir los destinos de una nación normal, en una situación convencional, Santos habría sido un gobernante más, un presidente estándar, como los de cualquier Estado moderno y civilizado. Pero a este político común y corriente le tocó un país atípico como Colombia, que durante ocho años había sido manejado por un presidente excepcional; término con el que quiero hacer referencia a su extravagancia, no a su excelencia.
Y es en ese contraste donde uno debería escarbar para tratar de entender por qué algunos sectores de la opinión son más severos con las metidas de pata de Santos que con las de su antecesor; pues su estilo reposado, moderno, diplomático y racional marcó un quiebre con ese modelo feudal, patriarcal y autoritario de administración del Estado que él heredó. Sería necio decir que el Presidente está vacunado contra las equivocaciones, pues sus yerros son numerosos e inocultables. No obstante, otra sería su suerte (y su imagen) si no tuviera un sirirí como el patrón del Centro Democrático respirándole en la nuca.

Sería necio decir que el Presidente está vacunado contra las equivocaciones, pues sus yerros son numerosos e inocultables

No podían ser más distintos: mientras uno reaccionaba con la bilis, el otro calcula cada respuesta; uno improvisa, el otro lee; uno se despreocupa por su apariencia, el otro se desvive por su imagen; uno es camandulero, el otro es librepensador; uno es pueblerino, el otro es de mundo; uno es biliar, el otro es cerebral; uno es un halcón, el otro es una paloma; uno parece cercano, el otro luce distante; uno es un ‘gamín’ –como él mismo lo reconocía–, el otro es un 'gentleman'.
Sin embargo, por encima de todas esas diferencias –bien marcadas, por cierto–, un factor que ha sido determinante en su relación con sus compatriotas es la forma como estos los perciben. Mientras Santos es visto como un señor bogotano, alejado del ciudadano de a pie, el antiguo inquilino de Palacio es considerado un hombre del pueblo.
A pesar de sus asesores nacionales e importados, nuestro nobel de paz no ha logrado resolver sus graves problemas de comunicación y por eso ha fracasado al presentar los logros de su gestión o al tratar de conjurar las crisis, inevitables en toda presidencia. Y esa debilidad ha sido explotada con gran destreza por su antiguo jefe, que es un coloso de la comunicación. Es tan efectivo que, siendo un latifundista, se presenta como un humilde campesino ¡y le creen!
Esas dotes le permitieron al expresidente superar, casi sin rasguños en su imagen, los innumerables escándalos de corrupción, violaciones de los derechos humanos y persecución de periodistas y contradictores en sus dos gobiernos. Y ahora, como cabeza de la oposición, a esas habilidades ha sumado un inmerecido prestigio para convertirse en un constante dolor de cabeza para el actual mandatario. En la historia moderna no ha habido un presidente colombiano que haya tenido que lidiar con un predecesor tan venenoso, vehemente y popular como le ha tocado hacerlo a Santos.
Más allá de que al final su desempeño resulte bueno, regular o malo, el solo hecho de apagar el volcán de las Farc ya le asegura a Santos un lugar en la historia. Si no fuera por ese pequeño detalle, al inicio de este último año de gobierno podría decirse que es un presidente normalito.
VLADDO
Vladdo .
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