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Las posaderas del profesor

Excusable diablura o ultraje a la nación, ¿cuál de las dos interpretaciones es correcta?

Thierry Ways
Una de dos: o la bajada de pantalones de Antanas Mockus en la instalación del Congreso fue, como dicen sus detractores, una insolencia, una profanación del sagrado recinto en el que se forjan las leyes de la patria; o fue, como dicen sus defensores, una pequeña travesura cargada de simbolismo: destemplada, quizás, pero valiente, pedagógica y además insignificante al lado de las otras ‘travesuras’ que se cuecen a diario en el Capitolio.
Excusable diablura o ultraje a la nación, ¿cuál de las dos interpretaciones es correcta?
Yo voto por la primera. Lo lamento, pero a estas alturas de la galopante carrera del Congreso hacia el desprestigio, invocar nociones de respeto o de sacralidad para describir las cosas que allí ocurren no produce en la mayoría de los colombianos sino convulsiones de risa. Hace rato que el Congreso se deshizo del lastre de la respetabilidad (quizá para hacer cupo para el equipaje de la ‘mermelada’). Ojalá esta nueva legislatura haga algo por recuperarla, pero las cosas son lo que son.
Tienen razón, por tanto, quienes dicen que el destape de Mockus –el tercero de su vida pública– es muy poca cosa al lado de los demás delitos e infracciones que ocurren en Colombia como para andar prestándole tanta atención. Frente a las coimas de Odebrecht o el asesinato de líderes sociales, las posaderas del profe son peccata minuta.
Pero hay algo que no me cuadra en el indulto a las nacaradas nalgas del senador. Pues, si bien el hecho fue intrascendente –inelegante, quizás; desagradable, sin duda; pero intrascendente–, ¿no era justamente Antanas Mockus quien enseñaba que había que acatar la ley aun en sus aspectos más intrascendentes?

En el país post-Mockus, y en buena parte gracias a él, la ciudadanía es más exigente con las normas de conducta que hacen posible la vida en sociedad.

El prestigio de Mockus nace de su insistencia en el respeto a las normas de la vida en comunidad. Desde la Alcaldía de Bogotá, el profesor puso de moda el concepto de ‘cultura ciudadana’, algo que a los colombianos en aquellos años nos parecía secundario frente al desasosiego de la guerra, el narcotráfico, los magnicidios y el terrorismo. El alcalde encontró una cultura hecha harapos y se propuso remendarla desde lo básico: hizo respetar las cebras peatonales, promovió la buena conducta al volante e impuso la ‘hora zanahoria’ para reducir los homicidios. En el acatamiento de reglas sencillas (y comúnmente violadas) estaban las claves de la convivencia y de la disminución de la violencia; incluso, de la preservación de la vida.
Funcionó. Durante su mandato, la mejora en la calidad de la vida de los bogotanos fue palpable. Los crímenes violentos disminuyeron, la ciudad se tornó más amable y surgió un cierto orgullo de pertenecer a ella y a su proceso de cambio. Luego, bajo otras administraciones, parte de ese efecto se desvaneció, pero el recuerdo de los logros de la ‘cultura ciudadana’ acompaña a su inspirador como un halo que, todavía hoy, le sirve para sacar la segunda mayor votación al Senado del país.
Pero el halo no es una licencia para todo. Una bajada de pantalones hace 25 años frente a un auditorio en la Universidad Nacional le dio a Mockus reconocimiento nacional, lanzó su carrera política y acaso propició la transformación cívica de Bogotá. Pero hay un detalle: todo eso ocurrió en una Colombia pre-Mockus. En el país post-Mockus, y en buena parte gracias a él, la ciudadanía es más exigente con las normas de conducta que hacen posible la vida en sociedad. Esas normas incluyen no bajarse los pantalones en público. Incluso en el Capitolio Nacional.
El propio éxito pedagógico de Mockus hace que hoy sean menos digeribles sus pilatunas. Ahora, sancionarlo severamente sería tan exagerado como creer que su destape mancilló la reputación del Congreso. A una infracción menor, un castigo menor. Con un ‘prometo no volverlo a hacer’ sería suficiente.
THIERRY WAYS
tde@thierryw.net
Thierry Ways
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