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Invenciones del gusto

Se supone que semejantes delicadezas salieron de las cocinas de los conventos donde las monjas se afanaban en días festivos para halagar el paladar de canónigos y obispos.

En 1900, en el mismo corazón de París se alzan los fastuosos escenarios que dan cabida a la Exposición Universal, extendidos desde los Campos Elíseos hasta el Campo de Marte, el Sena de por medio; y entre la multitud de construcciones levantadas para la ocasión hay unas provisionales, que simulan palacios de marajás de la India, catedrales góticas, pagodas chinas, y aun otras, atrevidos edificios de vidrio y hierro como el Grand Palais y el Petit Palais, que habrían de quedarse hasta hoy como ejemplos cimeros de aquellos fastos.
Rubén Darío escribe para La Nación de Buenos Aires una serie de crónicas sobre este acontecimiento, que es todo un catálogo de la civilización y el progreso a la vuelta del siglo. Pero cuando la exposición ha cerrado ya sus puertas, en otra de ese mismo año, ‘Noel parisiense’, describe la ciudad que se prepara para la noche de Navidad, y que entra en el lienzo con sus colores contrastados entre el bienestar y el crimen:
“La nieve sin caer aún, aunque el frío va en creciente; Noël a las puertas, en los bulevares las barracas que hacen de la vasta ciudad una difundida feria momentánea... el Bon Marché, el Printemps, todos los almacenes fabulosos, caros a la honorable burguesía, invadidos profusamente por papá, mamá y el niño... en las calles asaltos y asesinatos con más furia y habilidad que nunca... un incógnito hombre descuartizado...”.
Años después, en 1904, traslada el escenario navideño a Málaga y a la variada riqueza de la cocina española mediterránea, con sus acentos árabes incorporados al acervo campesino: “Se compran en las dulcerías y confiterías las sabrosas cosas miliunanochescas o monjiles, hechas de harinas y mieles, y cuya nomenclatura regocijaría a pantagruélicos abates: turrones y mazapanes, pestiños, roscas, tortas de aceite y manteca, y entre cientos otros, los polvorones de Estepa y Laujar, los alfajores exquisitos y golosinas de almendras y azúcar que se deshacen inefablemente en el paladar...”.
Cuando en su 'Epístola a Juana Lugones' anota con sabrosa añoranza que en su existencia azarosa no le ha faltado gustar bocados de cardenal y papa, nos acude a la mente la ya manida frase 'bocatto di cardinale', que evoca lo más delicado y exquisito que alguien puede llevarse a la boca.
De allí al ‘bocado de Papa’ no hay más que un paso ascendente. Existe un dulce andaluz, el pionono, irresistible bizcocho cubierto con una crujiente capa de crema, del que da referencia Leopoldo Alas (Clarín) en La Regenta y denominado así en homenaje al papa Giovanni Ferretti, hombre de buen diente, por lo que puede verse.
Se supone que semejantes delicadezas salieron de las cocinas de los conventos donde las monjas se afanaban en días festivos para halagar el paladar de canónigos y obispos de mejillas carnosas y sonrosadas, ya que no podían sentar siempre en sus mesas a los cardenales del Sacro Colegio y jamás ni nunca al papa, tan lejano en Roma; es lo que habría ocurrido con los chiles en nogada de la cocina poblana en México, creación de las agustinas del convento de Santa Mónica.
El cocinero personal del papa Pío V, cuyo nombre lleva un postre en Nicaragua, se llamaba Bartolomeo Scappi, autor del tratado culinario 'Arte del cucinare'. Llevaba a la mesa pontifical platos tan refinados como las lenguas fritas de pavorreal, erizos de mar al horno y tortillas de huevo revueltas con sangre de cerdo.
Hoy sería imposible imaginar sentado ante una mesa plena de manjares semejantes al papa Francisco, quien comparte el comedor de su albergue de Santa Marta con curas de escasa jerarquía, y seguramente no dejará a la posteridad ningún plato de excelsa cocina que celebre su nombre.
Sergio Ramírez
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