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En la paz, la Iglesia se va con Pilatos

¿Qué pasó con la Iglesia como fuerza moral? ¿Por qué se ve tan medrosa para meter las manos y apostarle de frente a la opción de la paz?

Sergio Ocampo Madrid
Son más o menos 300.000 muertos, casi 7 millones de desplazados, 100.000 secuestrados, 8 millones de hectáreas despojadas y 6 millones abandonadas por miedo. Son los datos del conflicto armado colombiano, y los dio hace tres días en entrevista con El Tiempo el jurista y hoy rector del Externado, Juan Carlos Henao. En verdad, aquí ha habido mucho dolor. Mucha sangre. Mucha destrucción de vidas. De riqueza.
Entonces, lo que se está jugando Colombia en estos últimos tiempos, y en estas semanas que faltan para el 2 de octubre, es descomunal. Histórico. La posibilidad de la paz o la continuidad de la guerra es lo evidente. Mucho más profundo, lo que se decidirá es qué país, qué personajes, instituciones, estilos, planteamientos, qué mentalidad y qué valores sociales, políticos y civiles terminarán proyectándose para los próximos 50, 60, 70 años, y cuáles se empezarán a marchitar, a ser recogidos por la historia, confinados al pasado.
Hay en todo este panorama una institución de la entraña colombiana cuyas declaraciones y silencios por lo menos son desconcertantes, así como su ambivalencia en un momento de definición de esta magnitud, y su mínimo entusiasmo frente a la posibilidad de la paz, a pesar de que en el papel se trate de una materia esencial de su discurso más antiguo y profundo. Hablo de la Iglesia católica.
En una primera reacción y en la más elemental de las lógicas, uno esperaría ver desde las homilías, desde las parroquias, desde las intervenciones de los obispos, un vigoroso y feliz respaldo a la opción de un punto final al conflicto. Pero no es así, y más bien se aprecia un lavatorio de manos con respecto al acuerdo, pero incluso una actitud (¿ingenua, quizás?) de dejarse involucrar en la gran estrategia maestra contra todo el proceso, como sucedió hace un par de semanas, cuando desde los púlpitos llamaron a marchar contra la ministra lesbiana y su supuesta intención de confundir la sexualidad infantil. O les falló la aguda perspicacia de siempre para ver que podía ser inoportuno poner al Gobierno entre los palos en esta coyuntura, o en verdad su interés por el fin de la guerra es exiguo. O encontraron un excelente filón (el de la moral) para frenarle al Estado esos impulsos liberalizantes sobre el aborto, la eutanasia, los homosexuales. Y la paz se les convirtió en moneda de cambio.
En lo personal, me parece absurdo, incomprensible, en contravía de la historia, el comunicado del Episcopado el 18 de agosto, en el cual se aclaró que no están a favor del ‘Sí’ y que se mantienen al margen de apoyar una u otra opción.
¿Qué pasó con la Iglesia como fuerza moral? ¿Por qué se ve tan medrosa para meter las manos y apostarle de frente a la opción de la paz? ¿Cuál es el juego político que pretende ocultar en un momento en el que se definen los próximos 50 o 60 años de este país?
Cuando yo era niño, en los lejanos años 70, recuerdo haber visto en las noticias cuando la Policía cargó contra un grupo de curas y monjas que intentaron hablar con el cardenal Muñoz Duque, y fueron sacados a las malas del Palacio Arzobispal. El prelado les había retirado la licencia pastoral por estar apoyando la huelga de un banco. Pocos días después, ese mismo cardenal salió en unas fotos de prensa bendiciendo las bóvedas de una nueva entidad bancaria, con ministros y altos ejecutivos. Y al poco tiempo, en otras fotos, bendiciendo las armas en la Escuela Militar de Cadetes.
Gonzalo Arango le escribió una bellísima carta a Muñoz en la cual advertía la contradicción de una Iglesia bendiciendo fusiles que irremisiblemente iban a matar personas, y la incongruencia de maldecir paros de trabajadores, y a los sacerdotes y monjas que los respaldaban, y al mismo tiempo ir a cenar en banquetes con sus patrones, y sonreír para las fotos de prensa. “¡Por Dios!, señor cardenal: ¿con qué alquimias dudosas pretende usted mezclar las esencias del evangelio y el espíritu del reino de Dios?”, escribía Gonzalo.
Es cierto que la Iglesia católica ha puesto su cuota de dolor en esta guerra. Contaba el cardenal Rubén Salazar en la prensa que, de 1984 a hoy, han sido asesinados 96 religiosos. Si bien monseñor metió en el mismo saco varios casos que no tenían nada que ver, algunos incluso con móviles más sórdidos que políticos, en esa lista también hay verdaderos “pastores fieles a la pasión de Cristo”, para usar palabras de Gonzalo Arango en la carta famosa. Hablo de jesuitas inolvidables y valiosos como Sergio Restrepo o Mario Calderón, asesinados vilmente por los paramilitares de Carlos Castaño; hablo del padre Álvaro Ulcué Chocué, un cura indígena que peleaba por las tierras de los nasas, caído en un crimen en el que Ejército y terratenientes podrían tener algo que ver. Hablo de monseñor Isaías Duarte, de cuya muerte se señaló a las Farc primero y luego al narcotráfico, por sus denuncias contra candidatos que recibían dineros calientes en el Valle del Cauca. Un punto que las Farc deberán aclarar en los tiempos de paz y reconstrucción de la verdad.
Noventa y seis vidas humanas son valiosísimas, pero son una cifra pequeña si se comparan con los 6.832 religiosos asesinados en los tiempos de la República y de la Guerra Civil española, con 13 obispos incluidos. También, con el daño o la destrucción de 20.000 edificaciones católicas. Todo esto, de acuerdo con el texto Historia de la persecución religiosa en España, de Antonio Montero.
Y aun así, terminada la Guerra Civil, la instrucción de la Iglesia a sus fieles por orden arzobispal perentoria fue la del perdón, “perdón total y del corazón”.
La instrucción de la Iglesia de aquí es que los colombianos “voten de manera responsable, con un voto informado y a conciencia”. ¿Qué dirá Jesús de estos pastores suyos en este momento crucial? ¿Qué dirá la historia?
Sergio Ocampo Madrid
Sergio Ocampo Madrid
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