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La (in)defensa de los derechos humanos

Es lamentable el giro que la política exterior de Estados Unidos ha sufrido con Trump.

La ferocidad de la reacción del Gobierno de Arabia Saudí a un mensaje del Ministerio de Asuntos Exteriores de Canadá exhortando a las autoridades saudíes a liberar de manera inmediata a familiares de ciudadanos canadienses encarcelados y torturados por defender los derechos humanos en ese país me obliga a tomar partido en favor de Canadá y a sostener la universalidad de los derechos humanos.
La disputa data de 2014, cuando el activista saudí Raif Badawi fue condenado a diez años de cárcel y mil latigazos por “insultos al islam”. Desde entonces, el Gobierno canadiense ha abogado por su liberación. La esposa de Badawi y sus hijos son ciudadanos canadienses y viven en Quebec. Samar, la hermana de Raif, es una activista pro derechos de las mujeres que fue detenida en Riad junto con otras militantes el 30 de julio.
En vez de recapacitar sobre el caso, Riad acusó a Canadá de interferir en los asuntos internos del país expulsando a su embajador y suspendiendo toda nueva transacción comercial de salud y educación entre ambos Estados. Lejos de amilanarse, el primer ministro Justin Trudeau reiteró que siempre defenderá los derechos humanos dentro y fuera de Canadá, y aclaró que su país no busca el rompimiento de relaciones diplomáticas con naciones violadoras de los derechos humanos, pero siempre hablará “con fuerza, en público y en privado, sobre el tema”.

Por mínimo que sea el efecto de la denuncia pública de la violación sistemática de los derechos humanos es indudable que propicia cambios positivos.

Como era de esperarse, Rusia y Egipto han expresado su apoyo a Arabia Saudí, y, desafortunadamente, países tradicionalmente aliados de Canadá como Gran Bretaña, Francia o Estados Unidos se han quedado mudos. Que Donald Trump traicione a Trudeau no es sorpresa: el canadiense no es un líder autoritario como el príncipe heredero saudí Mohamed bin Salman, Vladimir Putin o Rodrigo Duterte, tan admirados por Trump.
Lo lamentable, sin embargo, es el giro que la política exterior de Estados Unidos ha sufrido con Trump. “Si ustedes condicionan nuestros intereses a que alguien adopte nuestros valores, lo más probable es que no podamos alcanzar nuestros intereses económicos y de seguridad nacional”, instruyó el entonces secretario de Estado, Rex Tillerson, a los diplomáticos estadounidenses. No hay que confundir valores con políticas, dijo.
Este posicionamiento, cínicamente pragmático, ha venido prosperando conforme avanzan los regímenes autoritarios en el mundo. En la mayoría de los Estados, la defensa de los derechos humanos no es prioritaria al formular su política exterior. Los intereses económicos, energéticos y de seguridad del país sí lo son.
En este mismo contexto, me desconsuela que el próximo gobierno mexicano haya anunciado que su política exterior estará basada en una doctrina formulada en 1930 y cuyo principio fundamental es la no intervención en los asuntos de otras naciones. Lo que esto significaría en la práctica es quedarse callados cuando el vecino quebranta los derechos humanos. Es condonar, como en las épocas más oscuras del priismo, los horrores que suceden en Estados como Venezuela o Nicaragua. Es aprobar, mediante el silencio, que se masacre con total impunidad a los ciudadanos de países autoritarios.
Los funcionarios del nuevo gobierno dicen que avergonzar públicamente a los regímenes violadores de derechos humanos es contraproducente. Yo discrepo. Para mí, Kenneth Roth, director de Human Rights Watch, tiene razón cuando argumenta que abandonar la crítica pública a los gobiernos violadores de los derechos humanos porque con ella no se erradican las violaciones equivaldría a pedir la derogación del código penal porque la gente sigue cometiendo crímenes.
Por mínimo que sea el efecto de la denuncia pública de la violación sistemática de los derechos humanos, es indudable que propicia cambios positivos, y, para mí, eso es ganancia.
SERGIO MUÑOZ BATA
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