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Falsas soluciones para falsos problemas

Restringir la inmigración en un país donde disminuye la natalidad es suicida y torpe. 

Leyendo el proyecto de ley migratoria que dos senadores republicanos sureños han presentado en el Congreso, y al que Donald Trump le ha añadido los reflectores de la Casa Blanca para darle prominencia política, no puedo evitar recordar el primer párrafo del demoledor ataque al dr. Américo Castro que escribió Jorge Luis Borges.
“La palabra ‘problema’ puede ser una insidiosa petición de principio. Hablar del ‘problema judío’ es postular que los judíos son un problema; es vaticinar (y recomendar) las persecuciones, la expoliación, los balazos, el degüello, el estupro y la lectura de la prosa del doctor Rosenberg. Otro demérito de los falsos problemas es el de promover soluciones que son falsas también”.
El propósito central del proyecto de ley presentado por los senadores David Perdue, de Georgia, y Tom Cotton, de Arkansas, es reducir hasta en un 50 por ciento la inmigración legal a Estados Unidos en una década. Para alcanzar esta meta, dicen los senadores, habría que establecer un sistema que privilegie a menores de 50 años que hablen bien inglés, tengan altas calificaciones profesionales y cuenten con una oferta de trabajo bien remunerada o con suficiente dinero para montar un negocio propio.
El nuevo proyecto ‘meritorio’ sustituiría la parte más humana de la Ley Migratoria de 1965, la que abrió una puerta legal para admitir a familiares cercanos de los migrantes ya establecidos en Estados Unidos. La ley, todavía vigente, incluyó además un sistema de preferencias basado en los méritos del solicitante: las visas de primera prioridad se otorgan a migrantes con credenciales extraordinarias; de segunda prioridad, a profesionales con estudios de posgrado o capacidad excepcional; y las visas a familiares. En los dos primeros casos, la adjudicación es rápida, en el último la dilación usualmente tarda años.
La primera falacia del nuevo proyecto de ley es que los niveles migratorios del país son en la actualidad extremadamente altos. Este argumento surgió desde la promulgación de la ley de 1965, motivado por el cambio sustancial en la composición étnica y racial de los inmigrantes. Antes de la ley, el 70 por ciento de los inmigrantes eran europeos o canadienses. Una vez promulgada la ley empezó la transformación y hoy, la mayoría son asiáticos (39 por ciento), un 30 por ciento viene de América Latina, con predominio de los mexicanos, los centroamericanos y los caribeños, y un 10 por ciento son europeos blancos.
Y si bien es cierto que ha crecido el número de residentes de EE. UU. nacidos en el extranjero, si se hace la medición per cápita, EE. UU. admite menos de la mitad del número de inmigrantes legales que reciben Canadá, Australia y otras 15 naciones desarrolladas. Desde una perspectiva económica, restringir la inmigración en un país donde disminuye la natalidad es suicida y torpe.
Otro argumento falaz del nuevo proyecto de ley es que la migración no calificada provoca una reducción en los salarios. Es verdad que afecta los salarios de algunos trabajadores de mano de obra barata, pero la correlación es falsa porque ignora el tamaño total de la fuerza laboral y el crecimiento económico del país. La mano de obra inmigrante genera riqueza, no la disminuye. El estancamiento de los salarios lo propician la tecnología y la automatización.
Decir, como opinan los autores del proyecto de ley, que admitir inmigrantes mejor calificados haría más competitivo a EE. UU. globalmente es otra aberración. Lo que lo haría más competitivo sería reconocer que desde 1990, cuando la economía del país era la mitad de lo que es ahora, no se ha ajustado la cuota de aceptación de inmigrantes, que debería crecer por lo menos al doble.
Como bien decía Borges, “otro demérito de los falsos problemas es el de promover soluciones que son falsas también”.
SERGIO MUÑOZ BATA
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