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El fin de una era

La presidencia de Trump y las políticas anunciadas señalan que EE. UU. está a punto de cambiar.

Rudolf Hommes
Al tiempo que emociona el desfile de guerrilleros hacia los sitios en los que se van a concentrar, sobre todo las bellas imágenes de las barcazas que los transportan en los ríos de Colombia, alarma el cambio radical de políticas en los Estados Unidos. Los dos sucesos marcan el fin de una era para sus respectivos países. En este artículo no me referiré al primero, pero sí lo haré en el que aparece en diarios de las capitales departamentales.
La presidencia de Trump y las políticas que ha anunciado parecen señalar que la era en la que EE. UU. ejerció una hegemonía en el mundo, que comenzó poco antes del final de la Segunda Guerra Mundial, está a punto de terminar drásticamente por decisión ejecutiva. Esto puede producirle alegría a alguna gente, en particular al Presidente de Rusia, pero para la estabilidad mundial es un momento de gran incertidumbre.
La imagen parcialmente autocomplaciente que tenían los Estados Unidos de sí mismos a partir de 1945 era que ejercían el poder que adquirieron cuando se terminó la guerra con un alto grado de responsabilidad y en cierta medida con generosidad y disposición al sacrificio de sus intereses nacionales para asegurar un nivel tolerable de estabilidad mundial.
El profesor Charles Kindelberger definió muy bien ese papel y lo convirtió en un modelo que utilizan todavía los analistas de la política internacional para entender cómo se puede mantener orden en un sistema predispuesto al desorden, en el que cada cual persigue sus intereses. Su libro sobre la Gran Depresión (‘The World in Depression’, 1929-1939, University of California Press, Berkeley, 1973) no solamente analizó los aspectos económicos de esa grave crisis y la forma como se contagian los mercados financieros, sino la necesidad de que un país o un grupo de países poderosos que actúan en forma coordinada y consensual impongan el orden, con moderación y generosidad. Kindleberger sostuvo que ese tipo de “hegemonía benevolente” fue precisamente lo que hizo falta en 1931 y en los años que siguieron para suavizar la depresión y solucionar la crisis, porque Inglaterra ya no tenía ni los recursos ni el poder para ejercerla y se atrincheró dentro de su Commonwealth. Y los EE. UU., que sí contaban con los recursos, no quisieron asumir esa responsabilidad hasta muchos años después, cuando organizaron el Plan Marshall en Europa y lideraron la creación del FMI y el Banco Mundial.
En ausencia de una potencia hegemónica benevolente y responsable, la tendencia es a que cada país persiga exclusivamente sus intereses, y eso para todos es una solución peor que la que existe cuando no se recurre al proteccionismo, fluye con alguna libertad el capital y existen instituciones y países que asumen la responsabilidad de ayudar a los que entran en crisis para mantener la estabilidad.
Hasta que surja un país o un continente que asuma esa responsabilidad, o el mundo se ponga de acuerdo en crear instituciones que cumplan esa función, lo que auguran la orientación y el talante del gobierno de Trump es el proteccionismo y el desorden mundial si sigue adelante con su idea de proteger a toda costa la producción de su país, de hacer “grandes a los Estados Unidos otra vez”, y si convence a los republicanos para que abandonen reglas que contribuyen a preservar el sistema de pesos y contrapesos de los tres poderes y sepulten a la oposición demócrata en el Congreso.
China se ha ofrecido para reemplazar a los Estados Unidos en la función de potencia hegemónica, pero su forma de gobierno no les inspira confianza a las democracias; y Europa, que posee los recursos para hacerlo, no tiene la capacidad que se requiere de actuar unificadamente, o para hacer sacrificios compartidos.
RUDOLF HOMMES
Rudolf Hommes
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