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Trizas

Un pacto nacional para empezar por no matarse, por no hacerse trizas cada vez que ocurra un pulso.

Quién no está de acuerdo con esta paz.
Quiero decir: quién no celebra que se hayan salvado 2.670 vidas –según cifras del Cerac– nueve meses después del cese del fuego; quién no cree que es una buena noticia la aspiración estatal de reivindicar a 12’000.000 de campesinos devolviéndoles las oportunidades; quién, que vea las noticias del Pacífico, no acepta que nuestra historia es la de este Estado que no ha sido capaz de llegar a todas partes ni de permitir todas las regiones; quién no ve que hemos llegado al capítulo en el que incluso las Farc quieren que se acaben las Farc; quién no reconoce como un paso adelante que termine el silencio, por ejemplo, sobre la violencia contra 18.544 mujeres en tiempos del conflicto; quién no desprecia aquí en Colombia, mejor dicho, esta violencia “porque sí”, porque así somos y así vamos a ser.
Respuesta: miles de colombianos. Quizás no sean la mitad del país, como solemos decir regodeándonos en nuestro fracaso –y como quieren hacernos creer los expertos en reclutar frustrados y en despertar barbaries y en vaticinar Venezuelas–, pero sí son demasiados los ciudadanos que sufren como una epidemia, como un síndrome de Estocolmo, la nostalgia por aquella Colombia empeñada en pacificarse a sangre y fuego de aquí a que el mundo se acabe. Nadie ha dicho “expropiar”, pero ellos quieren cuidar que el país de los siervos sin tierra siga siendo el país de los señores feudales por siempre y para siempre. Tienen el desafío –según Fernando Londoño– de “volver trizas ese maldito papel que llaman el acuerdo final con las Farc”. Lamentan –con José Obdulio Gaviria– que se apruebe la ilegalidad del paramilitarismo.

Son demasiados los ciudadanos que sufren como una epidemia la nostalgia por aquella Colombia empeñada en pacificarse a sangre
y fuego de aquí a que el mundo se acabe

Se quejan porque los siete mil miembros de las Farc solo van a entregar las armas en veinte días, y lo hacen sin reconocer lo mucho que han cambiado las quejas.
Comparten con las guerrillas envejecidas tanto el patrioterismo como la extraña reivindicación del derecho al delito: “la patria...”, “no había alternativa...”, “no había Estado...”.
Poco hablan de los 35 líderes sociales asesinados desde la firma de la paz. Poco condenan los desplazamientos masivos en el Chocó o los 6.000 hombres armados que buscan tomarse las zonas del conflicto. Pero hacen tanto ruido que nuestro estado –incluso con mayúscula– suele ser la desesperación. Y todos pensamos que la definición de “delincuente” es “aquel que piensa lo contrario”.
Se llama “paz” al final de la debacle, al regreso desde el infierno con la rama dorada, pero tal vez solo es la vocación a convivir. Y, como cualquier vocación, como cualquier llamado de la propia vida, no es fácil escuchar sus razones cuando tantos se la pasan gritando. La solución no es gritar más duro: la comediante gringa Kathy Griffin, por ejemplo, cometió el error que cometen los liberales que toman el atajo de la indignación a la superioridad moral –es decir: cayó en la violencia que tanto critica– cuando le pareció chistoso e ingenioso posar con una cabeza ensangrentada del presidente Trump. La solución es, acá en Colombia, seguir desminando las tierras y los discursos y las lógicas: convertir este posconflicto en medio del conflicto, que no es una venganza sino una reparación, en una política de desarrollo.
Pero también insistir en la protección de una ciudadanía acechada por redentores; en una reforma política que nos libre de las mafias electorales; en una reivindicación diaria de las minorías; en un pacto nacional para empezar por no matarse, por no hacerse trizas cada vez que ocurra un pulso: le dije al taxista de ayer, cuando me dijo que votó “no” al acuerdo porque un par de guerrilleros mataron a su padre, que yo voté “sí” porque quiero que las Farc se acaben, pero sonó a estar de acuerdo.
RICARDO SILVA ROMERO
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