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Trama

Uribe no se va a ir. Uribe va a seguir siendo el conductor elegido de una parte de la sociedad.

Suele contarse la guerra desde el punto de vista de la infancia, como en 'La lengua de las mariposas' o en 'La vida es bella', para preservar la ilusión de que somos inocentes, para alimentar la fantasía de que vivíamos al aire libre y descalzos y entonces el mal y el horror y la debacle nos tomaron por sorpresa: la sociedad es buena, pero el hombre la corrompe. Y no: la sociedad colombiana no fue un milagro de la naturaleza hasta esa madrugada en la que llegaron los pirómanos sin Virgen ni ley –los rojos, los godos, los guerrilleros, los narcos, los paramilitares, los corruptos– a refundarlo todo a sangre y fuego. Y, como su político más poderoso, como su gran elector del siglo XXI, como su sombra de su cuerpo, el expresidente Uribe, esta sociedad está cumpliendo décadas de justificar una cantidad de violencias en el nombre de su propia patria a su medida.
No estoy hablando de “la derecha”, ni de “el uribismo”, ni de “los del no” ni de “los votantes de Duque”, como hablando de esa tribuna monolítica –y cómplice del exterminio– que suele imaginarse desde el progresismo: estoy hablando de todos, de aquí.

Quizás esta sea una buena oportunidad para reconocer que no fue él quien incendió el país, sino el país el que votó por él para que lo apagara con fuego.

Y aquí no hay pausa, no hay tregua. Uribe trinó su renuncia al Senado, en otro giro más de la truculenta trama colombiana, pues la Corte Suprema lo ha llamado a indagatoria por el caso aquel de los falsos testigos: “Me siento moralmente impedido para ser senador”, dijo, antes no. Y, como opinar sobre la marcha es exclamar, como el que a redes mata, a redes muere, desde ese anuncio no hubo nada más en Colombia sino otra gritería: “¡Por fin!”, “¡lo que es con él es conmigo!”, “¡renuncia para quitarle competencia a la Corte!”, “¡la Corte filtró piezas procesales!”, “¡no va a pasarle nada!”, “¡es una persecución política del periodismo enmermelado y el cartel de la toga y el MI6 y Santos!”. Y entre la bulla fue claro que falta un proceso de paz que conduzca a esta clase política –que nos representa aunque nos duela– a plegarse a una misma justicia.
Cómo salir de este callejón, Dios, no más. Colombia es una larga suma de quebrados: una sociedad feudalista barajada por el narcotráfico; más una nación que ha hallado su sentido en su coraje; más un Estado insuficiente que también creyó en todas las formas de lucha; más una tierra de familias ennoblecidas o envilecidas por la desidia estatal; más una cultura vertiginosa que no se pone de acuerdo en qué página pasar; más una contracultura lenta, pero segura, que insiste en el camino de la educación...
Hoy, además, se gobierna y se legisla y se juzga y se piensa según las tendencias de las redes. Y la renuncia del senador más votado de la historia de Colombia, que podría quitarle una cruz de encima a este gobierno nuevo al que tendría que irle bien, al cierre de esta edición seguía sonando a país varado en el mismo apellido de siempre.
Y sin embargo, ya que estamos vivos y tenemos en común la incertidumbre, podríamos ponernos de acuerdo en salir de aquí, en resistirnos a que el uribismo nos siga definiendo, en permitir, por fin, ese pasado.
Uribe no se va a ir. Uribe va a seguir siendo el conductor elegido de una parte de la sociedad. Pero quizás esta sea una buena oportunidad para reconocer que no fue él quien incendió el país, sino el país el que votó por él para que lo apagara con fuego. Y que, pase lo que pase con su caso en la Corte Suprema de Justicia, tenemos todos derecho a que el gobierno entrante –que ha cumplido la promesa de un gabinete en el que la mitad son mujeres– no sea otra refundación, ni otro ajuste de cuentas, ni otra toma del poder, ni otro simulacro del populismo ni otra derrota de medio país, sino una redención, sin redentores, de esta democracia que le ha temido tanto a serlo.
RICARDO SILVA ROMERO
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