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Selección

Nuestros futbolistas probaron que también somos dignos y serios y bravos como ellos.

Colombia sabe perder: cómo no va a saberlo. Pero perder duele un poco menos, que un poco menos ya es mucho en estos casos, cuando es claro –como lo fue el martes pasado– que su equipo de fútbol se hace moler para ganar. Pobre Selección Colombia: le pedimos que demuestre al implacable mundo, por nosotros, el talento con el que respondemos a los estereotipos ganados a pulso, el coraje con el que solemos volver de la violencia, la devoción con la que superamos los desplantes de los gobiernos, la imaginación con la que hemos construido una sociedad a pesar del Estado. Y este martes, a pesar de los típicos reveses, y de los arbitrajes que lo ponen a uno paranoico, y de los equipos que parecen haber descubierto que para vencer a Colombia lo mejor es jugarle sucio, nuestros futbolistas probaron que también somos dignos y serios y bravos como ellos.
Con razón tantos mueren de un infarto, en pleno tiempo extra, con un “no” atragantado. Acá en mi barrio, que no es un mal resumen, la gente se salía por las ventanas y agitaba las banderas tricolores y gritaba “¡vamos, mi selección!” como con ganas de lanzarse al abismo. Y en el estadio Spartak, de Moscú, el arquero David Ospina trataba en vano de taparle al goleador del campeonato un balonazo de pena máxima, el lesionado James Rodríguez celebraba el golazo de Yerry Mina con los dientes apretados –un hincha más desde las graderías– porque su Colombia había sido capaz de empatarle el partido a la oscurecida Inglaterra, y el técnico José Pékerman, el viejo sereno que una vez más ha callado a los insufribles profes del fútbol, se tapaba los ojos para evitarse el horror de los penaltis que acabaron eliminando a su equipo.

Para resumir, el fútbol ya no nos impide ver que la democracia es un partido de fondo que nunca termina.

Y al final, a pesar de una derrota plagada de adjetivos, la Selección estuvo a la altura de su hinchada y la hinchada estuvo a la altura de su Selección.
En este Mundial también salió a la luz el lado sombrío de esta cultura. El Gobierno se declaró indignado tanto por los peores ejemplos de nuestra sociedad como por los extranjeros que no soportan la tentación de burlarse de ellos. Hubo ocho muertos en las 3.895 riñas que siguieron al triunfo de Colombia contra Polonia. Y, como conmemorando el asesinato inverosímil de Andrés Escobar, un par de cretinos amenazaron a los dos jugadores colombianos que fallaron los penaltis. Pero, para no ser más el país que vio fútbol mientras se incendiaba el Palacio de Justicia, ciertas voces claras siguieron cuestionando la transparencia de los negocios multimillonarios de la Federación Colombiana de Fútbol, de la Dimayor, de la Selección. Y varios aguafiestas lúcidos se dedicaron al oficio de subrayar las malas noticias de cada día.
Que en la zona rural de Tumaco, muy cerca del lugar donde hallaron los restos de los periodistas del diario El Comercio, se encontraron los cadáveres de una pareja de ecuatorianos que había sido secuestrada en abril. Que el concejal Gabriel Correa, de Buenos Aires, Cauca, fue asesinado “por un grupo armado” a unos pasos de su casa. Que en el sitiado municipio de Argelia, sur del Cauca, fueron asesinadas siete personas relacionadas con las Farc. Que en Puerto Rico, en Caquetá, fue capturado “con fines de extradición” otro antiguo jefe de esa guerrilla. Que en los pasillos del Consejo Nacional Electoral se sobrevivió a una sospechosa presión, como de vengadores que quieren una oposición a su medida, para quitarles a 540.000 ciudadanos su noble representante en el Senado: Antanas Mockus.
Que, para resumir, el fútbol ya no nos impide ver que la democracia es un partido de fondo que nunca termina. Y que la Selección nos representa a todos porque es una bella suma de sobrevivientes que han escapado por poco de nuestra violencia.
RICARDO SILVA ROMERO
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