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Desconfianza

Nuestras instituciones no confían en nosotros por esta fama de ladinos. Pero es mutuo.

Ricardo Silva Romero
Yo sé que al humor de mi papá, que murió el año pasado, le habría fascinado –por delirante y por diciente– la noticia de que no hemos podido presentar su declaración de renta de 2015 ni su declaración de renta de 2016 porque los cálidos funcionarios de la Dian siempre están pidiéndonos un papel autenticado más: “Registro Civil de Matrimonio al día”, por ejemplo, “Acta de Defunción actualizada”.
Por otro lado, nuestra gran amiga E., que volvió a Colombia hace tres meses luego de doce años de vivir feliz fuera de aquí, no ha logrado afiliarse a una empresa prestadora de salud porque sin falta a última hora algún oficinista agobiado y agobiante se saca de la manga un documento nuevo que dizque le hace falta: el certificado de nosequé, la constancia de cualquier cosa, la fotocopia de la cédula ampliada al 150 por ciento, que ya es patrimonio cultural.
Es la desconfianza elevada al grado de estupidez: demuéstrenos que el difunto sigue siéndolo, convénzanos de que usted sí es el pobre que debe pagarnos, pruébenos que usted sí es usted así tenga su cédula en la mano.
Sí, nuestras instituciones no confían en nosotros por esta fama de ladinos, de vivos que viven de los bobos. Pero además es mutuo: según la encuesta bimestral de Gallup, que acaba de salir, el 89 por ciento de los colombianos no se siente representado por los partidos políticos, el 84 sigue desconfiando del sistema judicial del país, el 82 no cree en este Congreso turbio que sabotea la paz, aún “no hay quorum...”, y el 72 tiene serias dudas sobre la Corte Suprema. Señores de Gallup: pregunten por la Dian. Averigüen qué pensamos de que el Sena haya vuelto a ser un feudo, de que el ICBF haya vuelto a ser manoseado por los politicastros, de que el Ministerio de Cultura haya vuelto a portarse como un funcionario caradura ante la evidencia de que ni ve ni busca ni reconoce a las escritoras colombianas: tarde o temprano la mediocridad se vuelve violencia.

El 89 por ciento de los colombianos no se siente representado por los partidos políticos, el 84 sigue desconfiando del sistema judicial del país, el 82 no cree en este Congreso.

Quizás sea el momento de desempolvar la frase “hay que defender las instituciones”. Tal vez sea de vida o muerte restaurarla, en procura de que signifique lo que significa, antes de que venga otro vivo a convencernos por enésima vez de que no son las personas sino las instituciones –y no somos nosotros, sino el Estado, ese leviatán con vida propia– lo que no está funcionando, lo que debe corregirse antes de que empiece el fracaso. Estamos en el momento preciso para cometer el gran error que las democracias siempre están a punto de cometer: encogerse de hombros y solidarizarse con el despotismo. Somos un cuerpo deprimido y una mente hastiada que tiene la tentación de entregarle este enredo a un mesías que lo resuelva mientras dormimos. Seguimos creyendo que la solución no es ser decentes, sino cambiarle el nombre al DAS, refundar la patria, elevar la pena, aumentar el trámite, extender la desconfianza.
Colombia, en fin, tiende a llenarse de patriotas que sueñan con una nueva Constitución para cumplir un día alguna.
Pero si la idea sigue siendo convivir y llegar a salvo al futuro, como decía mi papá, resulta clave saber que de nada sirve un pentagrama sin un intérprete capaz. Por ejemplo: el Partido Liberal pocas veces ha sido leal a su nombre, pero, en medio de este reguero de candidatos que fingen ser nacidos de una Virgen, está bien que se porte como una institución y que busque en las urnas un aspirante que crea en la paz, en la igualdad, en la laicidad, en la democracia: un aspirante que sea, en suma, un liberal. Poner la cara, decir “hago parte de estos errores y estos logros”, es una buena manera de recobrar la confianza, de evitar que este país de vigilantes sordos y normas obtusas se pase la Historia actualizando su acta de defunción.
RICARDO SILVA ROMERO
Ricardo Silva Romero
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