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Cada día que pasa, la campaña de 2010 resulta más útil para comprender esta Colombia.

¿Puede un colombiano ser Presidente de la República sin valerse de trampas?, ¿así sea a sus espaldas? ¿Puede una persona llegar a la Casa de Nariño –digo: llegar al trono de la democracia colombiana– sin llegar a las malas?: ¿sin el respaldo de los carteles de la droga, sin el concurso de los paramilitares, sin los afiches de los sobornadores brasileros, sin los votos amarrados de esos barones electorales que terminan en la cárcel, sin las toneladas de dinero que rebasan los límites que le pone la ley a la financiación de las sórdidas campañas presidenciales? ‘Narcopolítica’, ‘parapolítica’, ‘farcpolítica’, ‘yidispolítica’, ‘odebrechtpolítica’: ¿es el peor de nuestros males un establecimiento subversivo que se ha resignado a pasar por encima del país con tal de seguir en el poder?
Pregúnteselo usted al vicepresidente Vargas Lleras. Entregó su cargo este martes en una costosa puesta en escena con el patrocinio desvergonzado del Gobierno –y allí documentó lo que hizo por el país, y por sus aspiraciones presidenciales, en los últimos seis años y siete meses–, pero lo que importa ahora es cómo va a hacer para llegar a la presidencia sin mañas de tiempos peores, sin financiamientos que se nos vuelvan a todos una pesadilla, sin caciques como los que su partido llegó a avalar en las últimas elecciones: si se trata de librarse de las malas costumbres, ¿no es un mal presagio esta faraónica despedida a todo color que costó 120 millones de pesos?, ¿y no es de mal gusto semejante despilfarro como primer acto de campaña en el país de las campañas vergonzosas?
Nadie está buscando otra prueba de que lo único serio de la política colombiana ha sido su violencia, pero es el colmo de lo grotesco que un par de uribistas renegados anden por ahí denunciando las faltas de la campaña de 2010: porque si usted lo recuerda, desocupado elector, en ese entonces no había Centro Democrático, ni santismo vergonzante, ni adalides del no, ni enmermelados, ni pastores espeluznantes, sino un implacable e imponente establecimiento uribista –una sola sombra larga que venía con su propio enemigo: las Farc– dispuesto a todo con tal de reelegirse de aquí a la eternidad. Santos, o sea Uribe, podía perder las elecciones. Mockus punteaba, de lejos, las encuestas. Y entonces la desesperada campaña gobiernista se vio obligada a redoblar esfuerzos.

La Historia reconocerá
que Santos ganó para legarle a Vargas un establecimiento al fin hecho pedazos, pero dirá que la derrota de Mockus es la victoria de quien se resiste a la trampa.

El señor Prieto, desmemoriado gerente de la aplanadora uribista, mandó a imprimir dos millones de afiches que le costaron 400.000 dólares a Odebrecht: ‘¡Santos presidente!’. Pero eso fue lo de menos en medio de aquella apoteosis de la propaganda sucia.
Cada día que pasa, la campaña de 2010 resulta más útil para comprender esta Colombia. Con cada escándalo se ve más claro que la llamada ‘Ola verde’ falló porque no sabía a qué se estaba enfrentando –fue maniquea cuando pensó que todo el que estuviera con Santos era corrupto, fue ingenua cuando soñó ganarle limpiamente a ese inescrupuloso leviatán electoral–, pero la voz digna de Mockus, que el uribismo ridiculizó sin piedad, sigue diciéndole al país cosas que no sabe: que la vida es sagrada, que los recursos públicos son intocables, que no todo vale en la disputa por el poder. Sí, la Historia reconocerá que Santos ganó para legarle a Vargas un establecimiento al fin hecho pedazos –sin unanimismo uribista, sin Farc–, pero dirá que la derrota de Mockus es la victoria de quien se resiste a la trampa.
Mockus, que en otra lección de democracia no ha salido a deslegitimar los seis años y siete meses de Santos –ya perdonó: ya qué–, solo ha dicho que sin tretas quizás habría perdido por menos.
Y su figura de buen perdedor es la reivindicación del país que se resiste a responderle a la bajeza con bajeza.
RICARDO SILVA ROMERO
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