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En qué momento de la Historia de Colombia se volvió lo usual que quede impune la pobreza de espíritu de sus líderes.

Ricardo Silva Romero
Existe en el mundo –no, seamos valientes: existe aquí en Colombia– un senador dispuesto a no ir a las sesiones del Congreso con tal de proteger una valla que es pura propaganda sucia. Será un trabajo solitario e inaudito el trabajo de guindar una hamaca en una orilla del Rodadero, en la ciudad de Santa Marta, para salvaguardar un enorme cartel financiado por “un comité por el no” –y defenderla a pesar de ser publicidad engañosa, de asegurar que quien vote sí en el plebiscito del 2 de octubre quiere ver a ‘Timochenko’ en la presidencia–, pero el honorable parlamentario Honorio Henríquez, que le debe a los votos del expresidente Uribe la curul que le pagamos todos, en las entrevistas de radio suena dispuesto a celar ese anuncio perverso así le toque sentarse al pie como el personaje secundario de alguna fábula: de 'El principito' de Maquiavelo.
No está solo, el vigilante senador Henríquez, en eso de ser –tomen aire– un “congresista uribista sin votos que va por ahí diciendo lo que le viene en gana porque lo peor que puede pasar aquí en Colombia es que caigan más incautos”. Circula por los teléfonos inteligentes de la patria una peligrosa intervención de la representante Cabal en la que en apenas dos minutos acusa a los generales del Ejército de haber vendido, por “una prima de silencio”, su condición de “fuerza letal de combate que entra a matar”. Crece por las redes sociales aquella malintencionada e irresponsable pregunta de la senadora Valencia: “los q prefieren ver a las Farc en la política q matando; ¿también hubieran preferido ver a Pablo Escobar en la política y no matando?”. Y suena a “yo digo lo que yo quiero porque yo soy así”. Y suena a “sí, y qué”; “sí, y q”.
Pero no son borrachos de tienda que desconocen el pasado del país, ni son troles de foros de internet que no saben de dónde salieron las Farc, ni son antagonistas caprichosos de redes sociales que sueltan barbaridades a ver qué, sino que son congresistas: padres de la patria.
Por qué estos parlamentarios entre comillas, que han dormido en paz mientras la guerra, se regodean en su necedades como actores poseídos por sus personajes. Cómo se va resignando un legislador a deshonrar, a manchar. En qué momento de la Historia de Colombia se volvió lo usual que quede impune la pobreza de espíritu de sus líderes.
Podría decirse “ah, es que están locos”. Podría pensarse que están apostándole su futuro político al fracaso del país. Podría dedicarse uno a desmentir sus temeridades para nada: “sí, y qué”. Pero quizás sea mejor emplear el tiempo que nos queda, que ahora solo faltan ocho días, en advertirnos a todos los que creamos en el “sí” –esta semana oí a una señora decir “no es lo mismo la guerra en el Chicó que en el Chocó”– que estos adalides del “no” son disciplinados como los fanáticos, están convencidos hasta el hígado de su tarea y son capaces de todo: con tal de ganar, reencaucharán juristas tajantes, traducirán al uribés los acuerdos de paz. Y sí, irán a Santa Marta a cuidar, de las autoridades, una valla que vaticina lo que ya no fue. Y negarán que, de ganar el “no”, Colombia será el único país del mundo que no creyó en su paz.
Pero será así: si el “no” llega a ganar, empujado por sus razones o por sus mentiras, Colombia se quedará a solas, frente a la incertidumbre, con un gobierno tambaleante sin nada más por apostar; probará a los incrédulos de ambos extremos, siempre listos a confirmar el fracaso del hombre, que la lucha armada de estos sesenta años tuvo algún sentido; devolverá el tema de “la paz” a los escritorios de los descorazonados cronistas de la guerra, y volverá a estar, como una tierra trágica, en manos de los genios del “no”. Atención: el “sí” aún no ha ganado.
Ricardo Silva Romero
Ricardo Silva Romero
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