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Votar por “el que diga Uribe” es renunciar, como un recluta, a la voz.

Por qué “el que diga Uribe”, sea quien sea esa pobre alma hipotecada, puede ser nuestro próximo presidente amado al principio e impopular al final: porque una buena parte de Colombia quiere seguir votando “no” a las Farc aunque no existan, “no” a “el traidor de Santos” aunque él sí vaya a irse, “no” a los apellidos de siempre aunque los líderes de la derecha estén cumpliendo cuarenta años en las vísceras del poder, “no” a esta economía estrangulada que es la misma desde hace ya cinco gobiernos, “no” al aborto, “no” al matrimonio entre colombianos del mismo sexo y no a la adopción gay, y “no”, en general, a tantos derechos para las minorías. 
Y mientras el ungido solo tendrá que gritar “castrochavismo” y “ateísmo”, pues ser “la oposición” de un país hastiado le lava la imagen a cualquiera, los líderes del “sí” aún no digieren la lección del plebiscito.
Por qué la frase “yo voto por el que diga Uribe”, que puede leerse en una valla prematura en Montería, es la huella de un lío de fondo: porque nos recuerda que desde principios de este siglo, sobre la base de aquel derrotismo que ha sido el peor vicio colombiano –esas ganas de creer que esto es Sodoma y Gomorra y Siria–, un puñado de empresarios y terratenientes y líderes inescrupulosos han querido embarcarnos en un proyecto populista. Votar por “el que diga Uribe” es renunciar, como un recluta, a la voz. Votar por “el que diga Uribe” es votar por un pariente del caudillo, como se ha vuelto costumbre cuando un político nuestro no puede quedarse para siempre, pero también es votar por el que digan los patrones: por el que no les quite tiempo, ni nada, a los pocos dueños de las cosas del país.

Vean a los políticos profesionales, que viven de eso porque de qué más, subiéndose al barco mesiánico como si fuera siempre el desolado 2002

Todo está dado, en Colombia, para que llegue “el que diga Uribe”: vean a los políticos profesionales, que viven de eso porque de qué más, subiéndose al barco mesiánico como si fuera siempre el desolado 2002; vean a los congresistas jadeantes tratando de revivir la ley del transfuguismo para ejercer la tradición de cambiarse al partido ganador, sin ser sancionados, antes de que se nos vengan encima las elecciones; vean a los exfuncionarios de este gobierno, que consiguió el desmonte de las Farc y sin querer dio un golpe al monoteísmo político de 2010, vueltos exsantistas negando a su exjefe una, dos, tres veces –y repitiendo lo que sea: lo que toque– antes de que cante el gallo de las encuestas: “yo habría revisado los acuerdos...”, “esa reforma tributaria...”, “esa plata de Odebrecht...”.
Noten su ansiedad: significa que están convencidos de que “el que diga Uribe” va a ganar, que están descubriendo justo a tiempo, oh, que eran piadosos, que desde niños eran de derecha, que pueden ser, en fin, lo que les diga Uribe.
Pero nada está perdido hasta que todo esté perdido. Nadie está peleando por políticos oportunistas, ni está comiéndose el cuento de que Colombia es lo que quiera el colombiano que gane, ni está odiándose en los lugares importantes de la vida: en los ascensores, en los mercados, en los cines nadie está bloqueando a nadie. El Partido Conservador –el termómetro, el pulpo Paul de las elecciones colombianas– no se ha entregado aún a algún aspirante. Quién quita que los candidatos liberales, incluso los que siguen en el Partido, sean capaces de reconocer que perdieron el plebiscito por mediocres y por superiores morales y por flojos; de quitarse la maña de señalarse los unos a los otros bajo la mirada de Gaviria y compañía; de dedicarse a la crítica de aquel que justifique la violencia, de emplearse en la defensa de los derechos de todos y armar una coalición cuya ideología sea el sentido común.
Nada se ha perdido: Colombia no es la misma de hace quince años. Y no estoy diciendo una esperanza sino un hecho.
RICARDO SILVA ROMERO
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