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¿Y con ellos qué va a pasar?

No tendría presentación que Andrés Felipe Arias y otros continúen pagando largos años de cárcel, mientras que los comandantes de las Farc queden libres de castigo alguno.

Para quien conozca su caso, es imposible pasar por alto el horror que está viviendo Andrés Felipe Arias en Miami. Recluido desde hace más de dos meses en una cárcel federal, recibe el trato que allí se les da a los más peligrosos delincuentes. Su lóbrega celda solo tiene espacio para un camastro, un lavamanos y un inodoro. La única ventana parece más bien una rendija de luz, tan incierta que no permite saber si es de noche o de día. Una vez por semana y durante no más de una hora, Andrés Felipe puede recibir la visita de Catalina, su esposa.
Vestido con el rústico uniforme de los presidiarios, cuando es conducido a otro lugar de la prisión va esposado de pies y manos. Solo puede hablar con sus abogados a través de una rejilla. Su frugal desayuno le es servido a las cinco de la mañana y la cena, a las cuatro de la tarde. Hambriento a toda hora, sin libros que leer ni radio que escuchar y sepultado en una total tiniebla cuando se apagan las luces de la celda a las nueve de la noche, el tiempo se le va en amargas cavilaciones sobre el oscuro destino que le espera.
Inesperado, sí. La vida que desde hacía dos años llevaba en Miami transcurría en calma. Había logrado obtener permiso de trabajo y, vinculado a una empresa de energía solar, disponía de recursos suficientes para vivir sin apuros con su esposa y sus dos pequeños hijos. Numerosos amigos pertenecientes al mundo cultural y académico conocían la tremenda injusticia que lo obligó a tomar el camino del exilio. Andrés Felipe esperaba confiadamente que el Gobierno norteamericano, después de examinar detenidamente su caso, le otorgara el asilo político.
Por cierto, sus abogados tenían motivos suficientes para esperar que el asilo terminara anulando la solicitud de extradición del Gobierno colombiano. Buscaban demostrar que la sentencia condenatoria de Arias era producto de una persecución política, algo que muchos colombianos hemos denunciado y que aún no se conoce debidamente en el exterior.
En efecto, la sindicación de haber celebrado un convenio ilícito con el Instituto Interamericano de Cooperación para la Agricultura (Iica) era completamente infundada, pues este organismo, dependiente de la OEA, venía realizando para el Estado colombiano limpias labores de control en materia agrícola desde hacía varias décadas. Tampoco nada tuvo que ver con el supuesto favorecimiento a terceros. La familia Dávila, acusada de haber obtenido beneficios fraudulentos del programa Agro Ingreso Seguro gracias al entonces ministro Arias, acabó declarando que nunca había tenido nexos con él. Todo esto hizo parte de un tramposo asedio judicial a connotados personajes cercanos al expresidente Uribe.
No olvidemos otros flagrantes atropellos judiciales que se han cometido en esa misma línea, como los que mantienen en prisión a Jorge Noguera, Luis Alfredo Ramos, Santiago Uribe, Diego Palacio, los generales retirados Arias Cabrales, Uscátegui, Torres Escalante, Del Río, el coronel (r) Mejía Gutiérrez y muchos más. Los falsos testigos en contra de ellos son casi siempre delincuentes condenados que buscan prebendas y rebaja de penas a cambio de mentirosos testimonios. En el caso de Santiago Uribe, recientemente llamado a juicio, los testigos en su contra parecen salidos de una tragicomedia. Por cierto, uno de ellos es un enfermo mental que dice tener conversaciones con el diablo.
¿Logrará el nuevo fiscal, Néstor Humberto Martínez, poner remedio a esta abominable práctica? ¿Será posible que una justicia transicional revise fallos y fallas? Como sea, no tendría presentación que Andrés Felipe Arias y otros honestos funcionarios, víctimas de una persecución política, continúen pagando largos años de cárcel, mientras que los comandantes de las Farc, gracias a todo lo que les va a conceder un acuerdo de paz, queden libres de castigo alguno.
Plinio Apuleyo Mendoza
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