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Sentimiento de culpa frente a la educación desigual

Hacer de Colombia una sociedad del saber pasa por darles a todos los chicos la misma educación.

Óscar Sánchez
La semana pasada me sentí mal. Tuve que ir al colegio de mis hijos, el martes, a recibir el informe de Felipe, que tiene 5 años, y el miércoles el de Laura, que tiene 9. Gracias a un trabajo profesional que les permite a educadores muy comprometidos hacer seguimiento de las particularidades de mis hijos, que son muy diferentes, cada uno de ellos logró mejorar en sus debilidades y consolidar sus fortalezas.
Es impresionante el proceso de construcción de un ser humano que se logra cuando hay formación integral, proyecto educativo claro, equipos interdisciplinarios actuando con suficientes recursos para ofrecer a cada chico lo que necesita y esfuerzos cooperativos entre la escuela y la familia. ¡Buen trabajo! ¿Por qué me siento culpable? Bueno, porque ese tipo de educación del que disfruta mi familia es un privilegio que en Colombia tenemos pequeñísimas fracciones de la población.
Cuando veo que la distancia en resultados de aprendizaje entre colegios públicos y privados se ha reducido en los últimos 20 años de trabajo en la educación oficial de algunas ciudades, sobre todo en Bogotá, y cuando trabajo con docentes heroicos y motivados de colegios oficiales, me doy cuenta de que es posible que la educación buena deje de ser excluyente. Hay imágenes muy conmovedoras.
He visto cómo un par años de exposición a oportunidades de excelencia en colegios populares logran que chicos marginados por años alcancen rapidísimo los niveles de quienes han tenido esos recursos a lo largo de toda su vida. La resiliencia en los años de infancia y adolescencia, por fortuna, es muy grande cuando hay buena pedagogía. Es lo que se hace evidente, por ejemplo, cuando maestros oficiales investigan en las mejores universidades y llevan sus reflexiones a la escuela, o con los centros de interés de jornada completa con científicos, cooperantes internacionales o artistas de diversas disciplinas.
Pero esos esfuerzos, que en Colombia han sido parciales y discontinuos, son excepciones que confirman la regla: la distancia es enorme entre las oportunidades de quienes pagamos colegios y universidades caros y quienes se juegan la lotería del sistema público. De hecho, somos uno de los países del mundo en donde las familias gastan más en educación; un indicador asociado a la precariedad educativa que no está presente en ninguna sociedad justa.
Las cifras disponibles no son precisas, pero sí claras: la educación buena cuesta, sea que la pague el Estado o las familias. Según diversos estudios internacionales, para lograr resultados sobresalientes se necesita una inversión acumulada de más de 80.000 dólares por chico en promedio en recursos educativos a largo de 20 años (desde la educación inicial hasta la superior). Con esos recursos como mínimo los jóvenes alcanzan competencias para una buena vida y obtienen un título profesional universitario o cualificaciones técnicas de calidad, alcanzando su potencial de desarrollo humano. Digamos, pensando en un joven bogotano de clase media popular con buenas opciones, que con gran eficiencia con unos 150 millones de pesos eso se puede lograr. ¿Qué pasa en la realidad colombiana con esas inversiones?
Voy a atreverme a una comparación local (aunque la Ocde ha comenzado a publicar algunas cifras, no hay datos oficiales sobre inversión acumulada y las indexaciones y actualizaciones financieras son arriesgadas): mientras las clases medias altas siempre invierten más de los 150 millones necesarios, la mayoría de los colombianos que han estudiado en el sistema público reciben unos 20 millones de pesos en promedio. En algunas entidades territoriales más ricas o con mayor voluntad política, la inversión pública puede ser el doble (y por contraste, en la zonas rurales dispersas, donde el abandono es precoz, mucho menor). Es decir, con lo que se educa un chico acomodado se tienen que educar por lo menos siete de escasos recursos. Entre las familias de clase media popular o cuando hay redes sociales en comunidades indígenas o campesinas, se dan oportunidades de aprendizaje en el entorno que compensan la formación integral que la escuela no logra ofrecer. Pero en contextos de pobreza es frecuente un entorno familiar y comunitario que no ayuda. La desigualdad entre chicos de distintos niveles de ingreso a la hora de entrar a la vida adulta es atroz e inmoral. Punto.
Y la verdad que no nos atrevemos a decir es que hay un techo para los logros de lo público si no hay integración de los sistemas. Para las comunidades más marginadas ese techo está lejos. Si los niños y jóvenes de las zonas rurales dispersas tuvieran a su alcance lo que tienen los de los colegios públicos promedio de Medellín o Bucaramanga, este sería un país más justo. Y eso se puede hacer sin tocar la educación privada. Pero en las ciudades intermedias, donde hace unos años el policlasismo en los colegios públicos era una constante, ese activo social se está perdiendo. Y sin que los chicos se eduquen juntos, a la larga no habrá equidad.
Así que la idea de hacer de Colombia una sociedad del saber, el país más educado de América Latina, y un amplio abanico de eslóganes de campaña que están circulando por estos días, pasa porque podamos dar a todos los chicos la misma educación, poniendo el estándar de la oferta pública en los niveles de los colegios privados de clase media alta y comenzando a pensar en un sistema público universal. Cosa difícil. Cosa sin la cual no seremos realmente una sociedad decente.
Probablemente algo de conflicto moral entre quienes somos usuarios de colegios y universidades costosos, ayudaría. Seguiré con mi sentimiento de culpa. Es sano.
ÓSCAR SÁNCHEZ
Coordinador Nacional Educapaz
En Twitter: @OscarG_Sanchez
Óscar Sánchez
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